Los que se quedan

El verano y el veraneo son como las navidades pero con helados: un tiempo en el que es obligatorio pasárselo bien.

Dominic Sessa y Paul Giamatti, en un momento de 'Los que se quedan'.

Darse un chapuzón nada más despertar, coger cangrejos con un cubo de plástico a las doce de la mañana, dormir una siesta del carnero con la barriga llena de camarones y vino blanco a la una y media, encontrarse con Onán a las cuatro y cuarto, comer un bocadillo de bacon-queso a las seis, jugar a las palas sobre la arena a las seis y media, saborear un helado de nata con nueces a las siete, beberse un gin-tonic bien cargado de hielo a las diez o cantar a grito pelado “Ave María cuándo serás mía” a la medianoche son...

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Darse un chapuzón nada más despertar, coger cangrejos con un cubo de plástico a las doce de la mañana, dormir una siesta del carnero con la barriga llena de camarones y vino blanco a la una y media, encontrarse con Onán a las cuatro y cuarto, comer un bocadillo de bacon-queso a las seis, jugar a las palas sobre la arena a las seis y media, saborear un helado de nata con nueces a las siete, beberse un gin-tonic bien cargado de hielo a las diez o cantar a grito pelado “Ave María cuándo serás mía” a la medianoche son placeres certificados por el laboratorio mundial del desahogo. Sin embargo, poco se habla del gusto inefable, de la paja cerebral y ocular que puede suponer una llorera bien echada. Agosto es el mejor mes para el llanto, porque, se ponga como se ponga T. S. Eliot, es el más cruel, sobre todo para los que no pueden verter sus lágrimas en el agua del mar. Agosto es un mes en el que los huecos que dejan los veraneantes que abandonan la urbe se llenan de fantasmas que son memoria y deseo; entonces los dolores parecen metidos en una piedra de ámbar: uno se puede permitir el lujo de mirarlos desde muchos ángulos, recrearse en ellos de una forma morbosa, sádica, masoquista y, finalmente, placentera.

No sé qué clase de bloqueo emocional me tiene secuestrada este año, pero yo llevo sin llorar desde enero, cuando una deprimente tarde invernal me metí en el cine Verdi de la madrileña calle de Bravo Murillo y vi Los que se quedan, de Alexander Payne. La película narra la historia de un muchacho que se ve obligado a quedarse una Navidad en el internado de élite que le paga su familia. Él intenta evitar pasar solo las fiestas de todas las formas posibles, pero se da por vencido cuando, tras visitar a su padre (un enfermo mental internado en un psiquiátrico) llama a su madre para que le rescate y comprende que ella no quiere verle. Acaba de casarse con otro hombre y lo último que desea es que ese molesto vástago de una vida anterior lastre su nueva existencia. Algunas llamadas telefónicas pueden ser demoledoras.

Yo nunca olvidaré aquella madrugada en la que sonó el teléfono en la casa de veraneo de Sanxenxo. Todos dormíamos, y el timbre agudo de un viejo Heraldo no cejó en su empeño hasta que por fin mi abuela, una mujer enorme de más de cien kilos, arrastró sus pies por el gres para finalmente musitar un “diga”. Alguien explicó algo terrible al otro lado, y unos alaridos desgarrados de dolor despertaron a toda la casa y aceleraron el amanecer. Lo siguiente que recuerdo es a mi madre explicarme que mi primo vendría a pasar el mes conmigo.

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Tengo un recuerdo nítido de aquellas semanas: por la mañana íbamos a buscar cangrejos a las rocas, donde las mariscadoras mazaban pulpos como auténticas luchadoras de wrestling; por las tardes, a la hora de la siesta, hacíamos sombras chinescas contra las paredes para justo después bajar a la playa a jugar a las palas, comernos un bocadillo de mortadela y un helado rosa con forma de pinrel u otro negro relleno de sangre con sabor a mermelada. Una noche, mi abuela nos llevó a tomar picatostes a un hotel con una terraza desde la que se veía toda la bahía. Un hombre tocaba en un piano el Concierto de Aranjuez. Recuerdo mirarla de reojo y comprobar horrorizada lo que ya me esperaba: estaba llorando hacia adentro, mirando al mar para que mi primo no la viese. En Los que se quedan, el chico que se ve forzado a pasar las fiestas en su internado acaba creando un vínculo insólito e irrompible con el único profesor que convive con él esos días y con la oronda cocinera negra que cocina para los dos, cuyo hijo acaba de morir en Vietnam.

El verano y el veraneo son como las Navidades, pero con granizados: un tiempo en el que es obligatorio pasárselo bien. Quien lo pasa mal se siente desubicado, sordamente desgraciado, avergonzado de no participar de las glorias que a otros parecen haberles tocado. Mi primo y yo jamás hablamos de por qué vino a pasar con nosotros aquel mes. Nunca le vi llorar.

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