El fantasma de la revolución en Nicaragua
45 años después de la huida de Somoza, los nicaragüenses aún no se han enfrentado con su pasado
Hace 45 años triunfó en Nicaragua la Revolución Sandinista, punto crítico en la historia de América Latina por ser la primera y última vez que la izquierda armada llegó al poder en la región después de Cuba en 1959. Nicaragua, hoy como en aquel entonces, es un país joven. Su población tiene una edad media de 24 años (la de España tiene 43). Por lo que son cada vez menos los nicaragüenses que pueden decir haber vivido el colapso de la dictadura somocista, las grandes reformas de la Revolución,...
Hace 45 años triunfó en Nicaragua la Revolución Sandinista, punto crítico en la historia de América Latina por ser la primera y última vez que la izquierda armada llegó al poder en la región después de Cuba en 1959. Nicaragua, hoy como en aquel entonces, es un país joven. Su población tiene una edad media de 24 años (la de España tiene 43). Por lo que son cada vez menos los nicaragüenses que pueden decir haber vivido el colapso de la dictadura somocista, las grandes reformas de la Revolución, o la cruenta guerra entre el gobierno sandinista y la Contra.
La gran mayoría no vivimos nada de eso. Pero aun así, nuestras vidas han sido profundamente marcadas por los conflictos de esa época, y todavía más por la turbia memoria de estos. Cuando tomaron el poder el 19 de julio de 1979, los nueve comandantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) promediaban apenas 30 y pico años de edad. En uno de los países más pobres del continente, gobernado durante décadas por una dictadura familiar, la juventud del nuevo liderazgo simbolizaba la esperanza de una renovación dramática. A nivel internacional estos “muchachos” sobresalieron porque parecían romper las barreras ideológicas de la Guerra Fría al proclamar un novedoso modelo revolucionario que fusionaría el respeto por el pluralismo político con la determinación de redistribuir la riqueza: es decir, democracia y justicia social.
Lo segundo, más que lo primero, resultó prioritario para la cúpula revolucionaria, de cierta inspiración marxista, a lo largo de su gobierno en los años ochenta. Al final no pudieron vencer la pobreza o la desigualdad, por factores tanto externos (como el apoyo estadounidense a la Contra) como internos (sus propios errores y excesos). Pero como “paradoja de la historia”, la Revolución dejó en herencia lo que no había sido su propuesta más entusiasta: una transición a la democracia liberal, consolidada en 1990 con el reconocimiento por parte del FSLN de su derrota electoral. Así lo plasmó el escritor y estadista sandinista Sergio Ramírez en sus memorias, Adiós muchachos.
Para los nicaragüenses que crecimos en los años noventa y 2000, el proyecto utópico de la década anterior era omnipresente. Por ejemplo, sus eslóganes y murales eran elementos imperdibles del paisaje urbano. Pero la Revolución también era un enigma, porque solo quedaban sombras de la sensación eufórica, muy característica de las revoluciones, de haber posibilidades ilimitadas para acabar con el atraso y la injusticia. También interiorizamos desde pequeños la violencia de un conflicto armado que había roto el tejido social; sin embargo, no entendíamos muy bien cuál había sido el propósito de la violencia.
Los traumas mal curados de la guerra y las promesas incumplidas de bienestar socioeconómico, tanto de la década revolucionaria como de la transición democrática, fueron factores notorios en la germinación de una nueva dictadura. Tras asumir el poder en 2007, el caudillo sandinista Daniel Ortega ofreció paz social y crecimiento económico —eso sí, evitando las radicales medidas redistributivas del pasado— a cambio de la centralización del poder en manos de él y su familia.
Cuando una ola masiva de protestas interrumpió la consolidación autoritaria del orteguismo en 2018, los protagonistas fueron jóvenes de la generación posrevolucionaria. Algunos eran hijos de militantes del FSLN, otros venían de familias antisandinistas desposeídas o perseguidas por el gobierno sandinista de los 80. Por un lado, conjuraron los espíritus del pasado y tomaron prestados algunos de los símbolos de la insurrección contra Somoza. Por el otro, descartaron a la lucha armada como vía de refundación nacional. La rebelión del 2018 fue en la mayor parte pacífica, y así “patria libre o morir” se convirtió en “patria libre para vivir”.
Ortega justificó la represión letal de las protestas como medida para salvar la Revolución, que él asegura continuar, e hizo eco de los ochenta al acusar a Estados Unidos de estar detrás de los manifestantes. Así mismo, los seguidores más leales del gobierno vieron en las manifestaciones no un reclamo por la democracia sino una aparición somocista y contrarrevolucionaria que atentaba contra la memoria de un proyecto político que, a pesar de sus fracasos materiales, dio voz a grandes sectores de la nación antes marginados.
Ahora el país vive en crisis, sin democracia ni justicia social. Hay varias razones para esto. Una de ellas, sin duda, es que Nicaragua no se ha enfrentado con su pasado.
A pesar de la distancia con respecto a los hechos, la memoria de la Revolución aún polariza, incluso dentro de la fragmentada y exiliada oposición antiorteguista, donde hay de todo: desde militares de la Contra a sandinistas históricos. En vez de tratarla como un proceso complicado que merece ser estudiado y comprendido, sigue siendo algo que simplemente hay que celebrar o lamentar. Los que nacieron después de la Revolución tienden a mirar al pasado a través de los ojos de sus padres y abuelos, quienes la vivieron como se vive cualquier revolución: como una dolorosa lucha entre buenos y malos, luz y oscuridad.
Como consecuencia, los nicaragüenses no tienen historia compartida que les diga de dónde vienen. Y sin eso es difícil imaginar adónde van.