Bilirrubina de la buena

Juan Luis Guerra me inoculó el veneno hace 30 años y, desde entonces, no puedo ni catarlo sin que se me desmanden las caderas, o las lágrimas, según me vengan dadas esa racha.

Juan Luis Guerra, durante su concierto en Madrid, este martes.J P Gandúl (EFE)

Fui a mi primer concierto de Juan Luis Guerra hace treinta y muchos años, a mis veintipocos, con las hormonas en flor, el corazón en ascuas y todo el futuro por delante para comerme el mundo crudo o echarlo a perder eligiendo el menú equivocado. Fue en Benidorm y no fue un gran recital ―el recinto era malo y el sonido, pésimo―, pero sí una gran noche. A esa edad, la música la llevas dentro y nada ni nadie te agua la fiesta si no te dejas. Ni siquiera el aguacero que arrasó la gala y nos expulsó de ese paraíso al de la ...

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Fui a mi primer concierto de Juan Luis Guerra hace treinta y muchos años, a mis veintipocos, con las hormonas en flor, el corazón en ascuas y todo el futuro por delante para comerme el mundo crudo o echarlo a perder eligiendo el menú equivocado. Fue en Benidorm y no fue un gran recital ―el recinto era malo y el sonido, pésimo―, pero sí una gran noche. A esa edad, la música la llevas dentro y nada ni nadie te agua la fiesta si no te dejas. Ni siquiera el aguacero que arrasó la gala y nos expulsó de ese paraíso al de la playa, del que salí bautizada cual neófita de un nuevo credo. Sí. Guerra me inoculó el veneno de La bilirrubina buena y, desde entonces, no puedo catarlo ni en la radio del coche en medio de un atasco del demonio sin que se me desmanden las caderas, o las lágrimas, según me vengan dadas esa racha.

Cuento todas estas cursiladas para que se entiendan las expectativas con las que acudí el martes a mi segundo concierto, después de tres décadas de victorias y derrotas de mujer privilegiada del primer mundo. Lo que vi y escuché me reconcilió con el prójimo y conmigo misma. Vi a 15.000 almas de toda edad y pasaporte poseídas por una energía irresistible. Escuché un rosario de himnos ante el que es imposible permanecer ni indiferente ni sentado. Ese Coste de la vida cuando la desigualdad te mata. Ese Te regalo una rosa cuando te arañan las espinas. Ese Ojalá que llueva café en el campo cuando solo llueven piedras. Esa Visa para un sueño cuando siguen llegando cayucos a Canarias y justo cuando Lamine Yamal, un chaval de 16 años, nieto de emigrantes africanos, marcó el gol decisivo y metió a España en no sé qué final de no sé qué Eurocopa y yo, la soberbia que se creía inmune a la pasión del fútbol, me puse a berrear el lololó de los forofos como si me fuera la vida en ello. Y claro que me iba. No es amor, no es sexo, no es poder, no es dinero, no es pan, no es circo, no es fútbol. Lo que nos mantiene en pie cada día es la alegría de estar vivos. Total, que salí del Wizink Center de Madrid en vísperas de los 60, con el corazón cansado, las hormonas mustias y algún que otro plato tóxico en la dieta, igual que de la playa de Poniente de Benidorm a los 20. En estado de gracia. Dicen que, hace no tanto, Juan Luis Guerra se cayó del estrellato, vio a Dios y jura que, ahora, es Jesús quien le dicta los temazos al oído. No seré yo quien lo ponga en duda. Pocos santos acreditan tal milagro.

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