Llega la contrarrevolución

Si es grave que Francia llegue a contar con un primer ministro de extrema derecha, más grave es que EE UU tenga el equivalente a un rey absoluto en vez del presidente de una república

Donald Trump, durante un discurso en Washington.NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)

Donde empezó la revolución. En tierras americanas y francesas. Con la bandera de la igualdad, izada victoriosa en ambas orillas del Atlántico hace más de dos siglos, ahora hecha jirones. Destrozada en Washington por una sentencia del Tribunal Supremo que da al presidente la inmunidad judicial propia de un monarca y en peligro inminente en París por la primera victoria electoral de un partido ...

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Donde empezó la revolución. En tierras americanas y francesas. Con la bandera de la igualdad, izada victoriosa en ambas orillas del Atlántico hace más de dos siglos, ahora hecha jirones. Destrozada en Washington por una sentencia del Tribunal Supremo que da al presidente la inmunidad judicial propia de un monarca y en peligro inminente en París por la primera victoria electoral de un partido que promueve la desigualdad entre ciudadanos, la preferencia nacional y la exclusión de quienes hayan nacido en territorio francés de padres no franceses.

Ambos episodios definen la época. No son accidentes, sino fruto de una antigua siembra que ha madurado en la última década. Si es grave que Francia llegue a contar con un primer ministro de extrema derecha, más grave es que Estados Unidos tenga el equivalente a un rey absoluto en vez del presidente de una república, gracias a las innovaciones propiamente contrarrevolucionarias introducidas por seis de los nueve jueces que arbitran los litigios constitucionales.

Esta sentencia desequilibra la arquitectura institucional en detrimento del Congreso, y por tanto, de la voluntad popular, y en favor del propio tribunal y del presidente, al que sitúan por encima de la ley de por vida para los crímenes que pueda cometer durante su mandato, al estilo de un monarca del antiguo régimen. Los jueces conservadores satisfacen así a Donald Trump, que se propuso y ha conseguido eludir el escrutinio de los tribunales por sus múltiples fechorías presidenciales, especialmente por el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, hasta llegar impune a la jornada electoral del 5 de noviembre.

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Si entonces consigue su segundo mandato, tal como pronostican los sondeos y augura la campaña arruinada de Joe Biden, podrá dar instrucciones al Departamento de Justicia para exonerarse a sí mismo de los cargos pendientes en las tres causas federales que estarán todavía en marcha y seguir cometiendo, además, tantas fechorías como se le antojen bajo la cobertura de la amplia inmunidad otorgada por el Supremo.

Esta innovación constitucional llega a petición de un presidente sobre el que pesa la mayor carga de sospechas criminales de la historia y ha sido ya condenado por 34 delitos de falsificación de documentos públicos por un tribunal de Nueva York. La inmunidad es absoluta y vitalicia respecto a las competencias constitucionales del presidente. Para cualquier otra acción oficial, contará con la cobertura de la presunción de inmunidad y habrá que demostrar caso por caso ante los tribunales su carácter justiciable. Solo carecen de cobertura los actos demostradamente privados. Por una ironía judicial, Biden será el único que podrá salvarse de los propósitos vengativos de Trump gracias precisamente a esta sentencia.

Con tales poderes y tales antecedentes trumpistas, nada bueno cabe esperar. Allanado el camino hasta las urnas y obtenida la inmunidad o la dilación de sus procesos judiciales, Trump recibirá además el premio de la impunidad monárquica para los próximos cuatro años si los votos le dan de nuevo la corona. Es quizás la mayor y más extraña regresión constitucional experimentada por la admirable república fundada hace casi 250 años.

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