¿Vivimos en un 'true crime'?
Si la oleada de feminicidios de hace décadas tuvo como telón de fondo el impulso feminista por la independencia de las mujeres, hay que temer lo que pueda pasar ahora
Oigo a mi lado en un bar a tres veinteañeras discutiendo un hecho que podríamos tildar de escabroso. Hablan de una adolescente a la que encontraron ahogada, con signos de violencia. Sopesan las pruebas, detallan su nivel de alcohol en sangre, si había consumido somníferos o no, si pudo tratarse de un accidente o de un asesinato. Desgranan su relación con sus padres, las teorías conspirativas alrededor de su muerte. Se me antojan pájaros picoteando semillas en una plaza, salvo que en este caso quizás debería pensar en buitres alrededor de un cadáver.
Intento distinguir de qué muerta está...
Oigo a mi lado en un bar a tres veinteañeras discutiendo un hecho que podríamos tildar de escabroso. Hablan de una adolescente a la que encontraron ahogada, con signos de violencia. Sopesan las pruebas, detallan su nivel de alcohol en sangre, si había consumido somníferos o no, si pudo tratarse de un accidente o de un asesinato. Desgranan su relación con sus padres, las teorías conspirativas alrededor de su muerte. Se me antojan pájaros picoteando semillas en una plaza, salvo que en este caso quizás debería pensar en buitres alrededor de un cadáver.
Intento distinguir de qué muerta están hablando. En los últimos años, el auge del true crime en las plataformas nos ha hecho a los consumidores de audiovisual en expertos forenses. La mayoría de nosotros hemos visto alguno. Los clásicos, los de gran factura, los nacionales. Los true crime nos fascinan, nos dan tema de conversación, forman parte ya de nuestra cotidianidad. Conocemos en qué consisten las pericias de balística, podemos ver interrogatorios a sospechosos en Youtube, y, los condenados por los crímenes se convierten en carne de foro de internet, e incluso de fama mundial.
Se está empezando a escribir tentativamente sobre esta fascinación, aún tan nueva para todos nosotros. De todos los textos, resuena especialmente la novela de Rebecca Makkai en Tengo algunas preguntas para usted. En el libro, la protagonista es Bodie Kane, autora de un podcast de gran éxito que vuelve treinta años después al lugar dónde ocurrió un famoso crimen del que fue víctima la adolescente Thalia Keith. Thalia, bella y carismática fue encontrada muerta en el agua tras una representación teatral escolar de Camelot. Desde entonces, ha sido objeto de culto por foreros en internet y fans del true crime. Al leerlo, es imposible ser ajeno al intento de la autora de comparar el voyeurismo insidioso del seguidor del rastro de sangre con el del propio lector del libro, ávido de resolver un crimen que parece haberse cerrado en falso. Makkai pone en el centro lo que devoramos, y su mirada es a ratos implacable: “Puede haber algo más romántico? ¿Puede haber algo más perfecto que una chica que muere antes de estar hecha del todo? Una chica como una hoja en blanco. Una chica como una proyección de los deseos de usted, ajena a los suyos propios. Una chica como un sacrificio al concepto de chica”.
La chica —muerta— como lienzo en blanco late como un enigma que descifrar. ¿Quién es esa muerta que nos habla? ¿Qué nos susurra desde el más allá para que resolvamos su misterio? Esta idea puede que sea uno de los anzuelos que nos enganchan y reenganchan constantemente a todas estas historias reales de crímenes.
Hay otro ejemplo contemporáneo en el que la pieza de supuesto entretenimiento nos hace avanzar más allá. El documental Enamorada de un asesino nos propone algo más: insertar estas narrativas de las chicas muertas en su contexto social e histórico. Ted Bundy, quizás el asesino en serie más famoso de Estados Unidos, que dejó un reguero de mujeres asesinadas en la década de los setenta, ha focalizado la atención mediática desde su encarcelación y posterior ejecución. Se han hecho infinidad de documentales y películas sobre su vida y sus crímenes. Solo uno, la que aquí citamos se ocupa de sus víctimas, y no de la glorificación famosa del psicópata monstruo. Y los resultados son muy esclarecedores: Bundy comienza a matar en un momento muy particular de la historia de Estados Unidos, justo en el meollo de la lucha por los derechos civiles. Mata a mujeres jóvenes universitarias en su veintena, muchas de las cuales viven en campus dónde se pueden mover libremente, ir a fiestas, tener novios, amantes y después volver a su habitación ya sin toques de queda, sin mordazas puritanas sobre su sexualidad y con la posibilidad de disponer de su placer cómo, dónde y cuando quieran. En definitiva: mata justo después del estallido de la segunda ola feminista.
El documental no establece una premisa de causa y efecto. Es decir: no sabemos las razones por las que este asesino acabó con al menos 30 mujeres jóvenes. No quiere decir que sus atrocidades sean una consecuencia directa del momento histórico en el que viven todas esas mujeres. No sabemos si establece una venganza explícita contra su época, eso jamás lo sabremos, y es presuntuoso —y peligroso— afirmarlo. Pero sí podemos examinar el contexto mediático e histórico: a partir de los asesinatos y los posteriores juicios de Bundy, muy seguidos por la prensa y la televisión del momento, bajó significativamente la matriculación de mujeres jóvenes en las universidades en Estados Unidos. Las mujeres tenían miedo de ese nuevo hombre del saco.
La politóloga Nerea Barjola ha examinado detenidamente este fenómeno en Microfísica sexista del poder, dónde analiza cuidadosamente cómo el triple asesinato de las llamadas niñas de Alcàsser —Toñi, Miriam y Desirée—, supuso para una generación, mi generación, un ejercicio de disciplinamiento social muy parecido al que los medios realizaron con Bundy. Lo que cuenta Barjola es, como se explica en su prólogo, la estrecha complicidad de los medios de comunicación en el seguimiento del caso, y específicamente cómo, so pretexto de informar al público la información transforma la violencia ejercida sobre las mujeres en una acusación contra sus demandas de mayor autonomía.
¿Y qué tiene que ver esto con nosotros? Si la oleada de asesinos en serie que estalló en Estados Unidos en la década de los setenta y ochenta tiene como telón de fondo los esfuerzos feministas por la independencia de las mujeres, ¿qué ocurrirá en respuesta a la cuarta ola? Conocemos perfectamente el auge de la ultraderecha mundial, y su particular crecimiento en Europa. Los movimientos fascistas, ultraderechistas y libertarios funcionan con un discurso misógino que pretende recolectar el desasosiego ante los avances de los últimos años. Para Milei, el aborto es “un asesinato agravado” y todo gasto público destinado a la igualdad una manera “burócrata” de lucrarse. El asesinato de tres mujeres lesbianas hace unas semanas en Buenos Aires por parte de un vecino que llevaba meses amenazándolas no fue considerado por el gobierno como crimen de odio. En España, Italia, Polonia o Austria, la respuesta de la ultraderecha a cada asesinato machista es la misma: la violencia contra las mujeres no existe, no tiene género o no tiene causas estructurales. Cuando se reconoce la violencia, se culpa a “los flujos migratorios incontrolados”. Se cuestiona el derecho al aborto y al matrimonio igualitario. Nada de esto es casual: es una estrategia.
En los últimos tiempos veo a mi alrededor a gente formada y progresista que, desde una posición mesurada y con varias lecturas a cuestas, cuestiona que hay un feminismo beligerante que ha llevado las cosas demasiado lejos. Se traza una línea que relaciona el auge feminista de los últimos años con el voto de los hombres por la ultraderecha. Pero no establecen la relación con el discurso de odio por lo que hemos conseguido como sociedad, sino que se culpa a ese feminismo por el voto radicalizado. Para ellos, es la beligerancia la que causa la alienación. Pero no la beligerancia del que se opone a todo lo que no sea “la familia natural”, pide la deportación de aquellos migrantes para volver a un país homogéneo o propone la eliminación del 016, el teléfono de atención a víctimas de violencia de género.
Y eso es lo verdaderamente aterrador: quizás la manera de disciplinarnos no será a través del hombre del saco de un true crime. Quizás nuestro psicópata ha llegado en forma de política organizada, y hasta los más cercanos lo justifiquen.