La bendita paradoja de los antitaurinos
Lo peor que le puede ocurrir a lo taurino es que pase a ser Cultura domesticada, funcionarial, de alfombra roja, que lo desposea de lo que aún guarda de hecho vivo y experiencia única
Uno, de natural, cree pertenecer a lo que en otro tiempo se llamó la España discreta. Esa condición hace que no tenga necesidades de evacuar mis efluvios y opiniones en redes sociales ni que tenga la urgencia del comentario. Sin embargo, últimamente el debate en torno a la tauromaquia, quizás uno de los más interesantes que pueda tener la humanidad hoy, ha sido avivado, como desgraciadamente viene siendo habitual, por la estulticia política, y acaba dando la razón a aquello que cantaba Enrique Morente: “estas gentes son capaces de hacer hablar a un múo”. No obstante, estas palabras no vienen m...
Uno, de natural, cree pertenecer a lo que en otro tiempo se llamó la España discreta. Esa condición hace que no tenga necesidades de evacuar mis efluvios y opiniones en redes sociales ni que tenga la urgencia del comentario. Sin embargo, últimamente el debate en torno a la tauromaquia, quizás uno de los más interesantes que pueda tener la humanidad hoy, ha sido avivado, como desgraciadamente viene siendo habitual, por la estulticia política, y acaba dando la razón a aquello que cantaba Enrique Morente: “estas gentes son capaces de hacer hablar a un múo”. No obstante, estas palabras no vienen motivadas por las soflamas y medidas superficiales de alguien que interviene de parte, prejuicioso, algo errático y que incluso se arroga la capacidad de señalarnos, como ya hiciera el viejo Jovellanos, dónde está la felicidad pública. No. Estas palabras vienen motivadas por el artículo de alguien a quien considero entre las mentes brillantes de este país. Alguien que en muchos artículos ha asentado conceptos con maestría: aún recuerdo cómo quedé deslumbrado con un artículo suyo sobre el “mascotismo”. Alguien, en fin, que como los toros, es cultura que no me deja indiferente, que me interpela y hace que mi lengua suelte su nudo.
En una tribuna reciente en EL PAÍS, Santiago Alba Rico realiza una de esas piruetas intelectuales contra la razón de existir de la tauromaquia que, como muchos de los ejercicios realmente honestos de los antitaurinos, suelen contener lo que llamo la paradoja del antitaurino, es decir, están llenos de argumentos que con un simple toque se vuelven reversibles, delatan cierto misterio al contrario e incluso encierran una profunda y secreta palpitación difícil de callar. (Qué arcano contiene todo esto para que los antitaurinos de hoy den tan poco crédito al gran antitaurino moderno español, Eugenio Noel. ¿Será que, como decía Max Aub, en el fondo todo era porque le gustaban los toros? ¿Acaso no son un continuo esas condescendencias de los auténticos antitaurinos, esa “morosa delectación” que le afeaba Azorín al más aguerrido de ellos? Un buen ejemplo lo encontramos en la parábola que describe Rafael Sánchez Ferlosio en su particular “interludio taurino”.)
No siguen estas reflexiones antitaurinas otra senda que la de tantas otras del mismo signo que han ido marcando la adaptación e increíble supervivencia de un acontecimiento como el taurino. Es complicado afirmar, por lógica, que lo antitaurino sea previo a lo taurino. Pero es así. La conformación de lo taurino que concebimos hoy no tiene nada que ver con aquellos festejos relacionados con la lucha y el juego con el toro que motivaron ya las primeras censuras del poder institucional, entonces Monarquía e Iglesia. Y no lo olvidemos, de antiguo lo taurino siempre ha estado en el punto de mira del poder por los atisbos que ofrecía de una cultura autónoma y resistente a los dictados hegemónicos.
La secuencia del antitaurismo ha ido sumando censuras morales, económicas, culturales, patrióticas —sí, sí, hubo un patriotismo antitaurino en tiempos del despotismo ministerial borbónico, cuando realmente empezó la cosa moderna de la tauromaquia—. Y fue transitando por enmiendas de pensamiento hegemónico del más profundo paternalismo burgués (distracción de las economías y ocios de la plebe, despilfarro económico) y de un solapado darwinismo social, verdadero inventor de las sociedades protectoras de animales y otros malentendidos que curaban el malestar cultural de nuestra condición inmisericorde como depredadores de la naturaleza.
Mientras tanto, donde la Iglesia criticaba y prohibía por el pecado de la libre disposición del don divino de nuestras vidas y los gobiernos se lamentaban de las perdidas humanas de tanto “venturero” (espontáneo), el mundo taurino venía inventando desde la Baja Edad Media a ese personaje que, por su suficiente destreza, evitara tal hecatombe, dándole el nombre de matatoros, toreador o torero… Padres de la Iglesia y doctores universitarios desde muy temprano venían buscando burlar las bulas papales de prohibición de los juegos con el toro devolviéndole su licitud en función de la previsible eliminación de riesgos por la destreza de quien ejecute las suertes. Si la Iglesia criticaba estos festejos en días consagrados, allá que el correr toros se celebraba los lunes —y todavía hoy hay reminiscencias de ello. Si el poder establecido criticaba que la ciudad se paralizara comercial y viariamente con los festejos que se celebraban en las plazas mayores, allá que vamos a construir cosos específicos para burlar al toro, y lo haremos en las periferias, para no molestar a los señores. Y si el gobierno seguía quejándose de que “holgamos más de la cuarta parte del año”, empeñamos el colchón para ver a Bombita, un público tan numeroso en un coso reunido es una asamblea peligrosa y fuente de desórdenes... pues póngase una autoridad, un reglamento, unas ferias. Y así hasta que muy recientemente, en los años veinte del pasado siglo, ante las críticas turísticas sobre el espectáculo de los caballos despanzurrados en la arena, nuestras autoridades, ya convertidas a la ingeniería de la supervivencia taurina, decidieron impulsar la idea del peto. En suma, aquello de que “conviene que no se haga novedad”, que decía Felipe II en torno a la polémica papal sobre los toros, era una verdad a medias.
Hoy lleva la voz cantante el malentendido mascotista. (Y lean por favor a Alba Rico, no hace tanto en Contexto, n.º 153, enero de 2018). Un enredo que se desmonta de forma rápida con solo atravesar los nada casuales muros de invisibilidad del inmenso matadero en que vivimos. Con solo enfrentar el hecho de la muerte de frente y a la debida distancia, como en el buen toreo. En EL PAÍS el otro día decía don Santiago: “Los antiguos veían en la tauromaquia una batalla y no una matanza porque la naturaleza era aún temible; nosotros solo percibimos la matanza porque ya no vemos en el toro una criatura poderosa y amenazadora, sino una mascota”. Sinceramente, tras la última pandemia o los cataclismos que nos siguen azotando, es difícil pensar que la naturaleza ya no es temible, a no ser que estemos contaminados por un arrogante y ciego concepto urbano-doméstico de la misma. Y es muy difícil pensar en el toro que se ve hoy en las plazas como una simple mascota, cuando, por muy producto de la selección que sea, sigue siendo el símbolo cultural más perfecto hoy en día de lo aleatorio e inevitable del revés natural. De hecho, lo dice el propio Alba Rico: “el momento verdaderamente “real” de una corrida, lo sabemos, no es la banderilla ni el estoque sino la cogida”.
Y continúa: “Creo que es mejor que no nos engañemos sobre nosotros mismos. Me temo que la condición histórica de esta nueva y loable sensibilidad frente al toro es —paradójicamente— nuestro dominio completo y destructivo de la naturaleza y la consecuente mascotización de los animales. Nos parece de muy mal gusto matar con ceremonias a un animal que no puede escapar y que podemos apiolar sin aspavientos de oro en un matadero industrial; da mucha pena, además, ver clavar banderillas en una metonimia viva de nuestros peluches”. Al parecer, don Santiago, al que trato de usted sin retintín retórico, por mera educación y admiración, parece desechar la necesidad de símbolos, pero realmente nos señala una de las fortalezas de la tauromaquia, quizás la que lo ha convertido en un hecho asombrosamente anacronista y tozudo: su capacidad simbólica y tremendamente visible y sincera sobre la condición animal, finita, supervivencial y depredadora de la humanidad y las comedias de inocencia que montamos para sanar nuestro malestar por ello.
En fin, hace poco el ministro anunciaba la supresión del Premio Nacional de Tauromaquia. Algunos de la ingeniería de lo taurino ya venían avisando de que en Interior se vivía mejor. ¿Quién sabe? En algunas comunidades autónomas ya se vuelve a pastar en ese redil. Como dice un amigo mío, a los toros quizás lo que le convenga sea vivir en el caos y la anarquía de la vacada de Miura. Aun así, Alba Rico dice que no somos mejor país sin ese premio, pero, igual después de leer estas líneas, no le cuesta tanto creer que su supresión ha sido otro regalo que sí que nos mejora. Lo peor que le puede ocurrir a lo taurino es que pase a ser Cultura, con mayúsculas, domesticada, funcionarial, de alfombra roja, que lo hagan pertenecer al mundo del ocio y el consumo reglados y lo desposean de lo que aún guarda de hecho vivo, acontecimiento común, experiencia única, con lo bueno y con lo malo de lo ilustrado y lo iletrado, en definitiva, con lo quimérico de la verdadera raigambre en lo común.