Israel-Irán: ¿quién ataca a quién?
A ninguno de los actores directamente implicados en esta situación, excepto a Benjamín Netanyahu, le interesa que se produzca una escalada que conduzca a una guerra regional abierta
Israel e Irán llevan años sumidos en una violenta dinámica de acción y reacción que incluye ciberataques mutuos, asesinato de científicos nucleares iraníes y secuestros de buques ligados a Tel Aviv. El ataque lanzado la madrugada del domingo por Irán contra Israel para vengar el asesinato de sus mandos militares en Dama...
Israel e Irán llevan años sumidos en una violenta dinámica de acción y reacción que incluye ciberataques mutuos, asesinato de científicos nucleares iraníes y secuestros de buques ligados a Tel Aviv. El ataque lanzado la madrugada del domingo por Irán contra Israel para vengar el asesinato de sus mandos militares en Damasco el pasado día 1 no es, por tanto, el inicio de nada, sino más bien la continuación de un proceso que, a buen seguro, irá seguido de una réplica israelí. No es, en todo caso, un ataque más, aunque solo sea por el hecho de que en esta ocasión, en lugar de recurrir a algunos de sus aliados regionales para que el lanzamiento de drones y misiles se produjera desde orígenes de fuego ajenos, Teherán ha decidido hacerlo desde su propio suelo. Y eso, en el intrincado lenguaje de la disuasión y el castigo en el que tanto Irán como Israel son alumnos aventajados, eleva el tono y hace pensar que el régimen iraní quería expresamente visibilizar su voluntad de actuar de este modo.
La operación iraní, denominada Promesa Verdadera, ha sido muy elemental y hasta podría pensarse que rudimentaria. Enviar al menos 170 drones que, a una velocidad de unos 200 kilómetros a la hora, necesitaban mucho tiempo para llegar a sus objetivos parece una decisión sin sentido militar, dado que, como ha ocurrido, iban a ser inmediatamente detectados y destruidos antes de que llegaran siquiera a entrar en el espacio aéreo israelí. Eso no cambia por el añadido de varias andanadas posteriores de misiles crucero (unos 30) y balísticos (120), mucho más rápidos, pero igualmente fáciles de neutralizar para el sofisticado sistema antiaéreo israelí, al que se han sumado efectivos estadounidenses, británicos, jordanos y hasta saudíes.
De poco sirvió que la noche anterior la milicia libanesa de Hezbolá lanzara múltiples cohetes y misiles contra territorio israelí, cabe pensar que con la idea de saturar las defensas israelíes y de obligarle a gastar misiles interceptores antes del bombardeo iraní. Y tampoco parece que el simultáneo ciberataque iraní para anular las defensas israelíes haya servido de mucho, cuando se constata que solo siete de los misiles balísticos lograron traspasar la defensa multicapa israelí, golpeando en la base militar de Nevatim sin apenas daños significativos.
En consecuencia, la clave fundamental de lo ocurrido hay que buscarla en el plano político. Racionalmente, a ninguno de los actores directamente implicados en esta situación le interesa que se produzca una escalada que conduzca a una guerra regional abierta. No le interesa a Israel, enfrascado en su brutal operación de castigo en Gaza (y en Cisjordania), porque se encontraría en una muy delicada situación al tener que diversificar sus limitados medios para atender simultáneamente a la amenaza que todavía pueda representar Hamás, junto a la de Hezbolá en la frontera con Líbano, más los hutíes yemeníes, las milicias proiraníes que pululan por Siria e Irak y el propio Irán, no solo con sus fuerzas armadas (que se sitúan en torno a los 350.000 efectivos), sino también con los más operativos miembros del Cuerpo de Guardias de la Revolución Islámica, popularmente conocidos como los pasdarán (que rondan los 125.000). Tampoco le interesa a Estados Unidos, con un presidente que ya está sufriendo el coste en clave electoral de su alineamiento con Tel Aviv, deseoso de salirse del pantano de Oriente Próximo para poder concentrar su esfuerzo principal en hacer frente a una China cada vez más crecida. Y, por supuesto, tampoco le interesa a Irán, consciente de que sería un suicido para el régimen provocar una guerra en la que tendría todas las de perder frente al tándem Israel-Estados Unidos (más todos los gobiernos árabes que se sumarían), sin que el apoyo que pudiera recibir de Rusia o China le sirviera para salir airoso del envite.
Visto así, el único factor que explica la actual situación tiene nombre propio: Benjamín Netanyahu. El primer ministro israelí, en contra de los intereses de su propio país y sus fuerzas armadas —a las que ahora mismo les interesa evitar la dispersión de esfuerzos ante tantos potenciales enemigos—, ha decidido provocar un salto cualitativo de dimensiones que ni él mismo puede calcular. Ha optado, en definitiva, por el “cuanto peor, mejor” en su afán por mantenerse en el poder a toda costa, tras haber quedado identificado por su propia sociedad como el responsable principal del fracaso de seguridad derivado del ataque de Hamás y la Yihad Islámica del pasado 7 de octubre.
Desde que comenzó la operación de castigo en Gaza, Irán había dejado bien claro que no estaba dispuesto a provocar una escalada regional. Le valía, por un lado, con haber contribuido a frenar el proceso de normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudí y, por otro, con dejar que sus peones regionales realizaran ataques limitados contra intereses israelíes, aparentando una fortaleza que no tiene y tratando así de salvar la cara ante “el enemigo sionista”, tanto ante su propia población como ante sus socios y aliados en la región.
Es, por tanto, Netanyahu el que ha buscado salirse del business as usual, del statu quo, con el ataque del pasado 1 de abril contra la sede consular iraní en la capital siria, matando a altos representantes de la Guardia Revolucionaria. A estas alturas, ya le da igual si ese acto supone una violación de la soberanía siria: son centenares las ocasiones en las que el Gobierno israelí ha llevado a cabo ataques en territorio sirio en los últimos años para desbaratar el suministro de armas desde Teherán hacia Hezbolá. Igualmente, tampoco es un freno para Benjamín Netanyahu golpear una sede diplomática, en contra de las normas más básicas de las relaciones internacionales. Lo que el primer ministro israelí pretendía es, precisamente, forzar al régimen de Irán a ir más allá de lo habitual.
Netanyahu procura de ese modo varios objetivos. En primer lugar, y repitiendo lo ocurrido en Gaza —cuando pretendió hacer creer a propios y extraños que todo comenzó el 7 de octubre con el ataque de Hamás—, busca colocar a Israel en la posición de víctima, atacado por un régimen satánico que debe ser eliminado, lo que le obliga a responder sin remedio. Además, sueña con hacer olvidar, aunque solo sea por un momento, lo que sus fuerzas armadas están haciendo en Gaza, obteniendo así un mayor margen de maniobra para rematar la tarea, con Rafah en el punto de mira. Y, más preocupante aún si cabe, aspira a arrastrar todavía más a Estados Unidos en su defensa hasta dónde sea necesario.
En un nuevo ejercicio de contención, el régimen iraní se ha apresurado a afirmar que su operación ha terminado. Pero ya se puede dar por descontado que Israel va a responder al ataque recibido este domingo. Lo que queda por ver es si se limita a una acción puntual o si aprovecha para lanzar una campaña dirigida contra las múltiples instalaciones nucleares iraníes.
En este segundo caso, estaríamos ante una campaña que se prolongaría en el tiempo y para la que necesitaría no solo el permiso sino el apoyo militar directo de Washington. En su huida hacia adelante, esa opción le vale a Netanyahu, aunque con ello provoque un mayor aislamiento de su país en el escenario internacional. Pero, ¿le vale también a Joe Biden, tras haber dejado las manos libres a un aliado que no controla, sabiendo que Irán no va a rehuir la pelea? ¿Quién puede cantar victoria en estas condiciones?