Sánchez y Puigdemont se la juegan
Si la derrota del ‘expresident’ es dura, se lo cobrará a La Moncloa con inquina
No me negarán que el anuncio de la candidatura de Puigdemont a las elecciones catalanas huele a naftalina. ¿Hay alguien sorprendido? No es solo ―abróchense los cinturones― que haya dicho que se presenta para “culminar el trabajo de 2017″, pero para “hacerlo mejor”; es que Junts sigue representando...
No me negarán que el anuncio de la candidatura de Puigdemont a las elecciones catalanas huele a naftalina. ¿Hay alguien sorprendido? No es solo ―abróchense los cinturones― que haya dicho que se presenta para “culminar el trabajo de 2017″, pero para “hacerlo mejor”; es que Junts sigue representando todos y cada uno de los elementos de aquella apoteosis del populismo que vivimos en 2016 (Trump, el Brexit, ¿recuerdan?). Un año después, con el olfato de quien se siente en posesión de la Santa Verdad, el president huido había conseguido afinar la música del procés, convirtiéndolo en movimiento a través del uso y abuso de emblemas efectistas para captar y provocar estados de ánimo exaltados. Pero háganse esta pregunta: ¿qué problemas ciudadanos reales resolvió su Gobierno? ¿Cuáles ha resuelto Aragonés a pesar de estar más pendiente de la gestión? La paradoja es que Junts y otros partidos dejaron de representar a la sociedad, o a parte de ella, para convertirse en un poder frente a la sociedad misma: uno que buscaba moldearla a imagen y semejanza de sus afanes de poder.
Uno de los efectos más importantes de todo aquello fue la ruptura deliberada de la conversación pública, el empleo del lenguaje para crear fracturas de apariencia irresoluble e incitar respuestas furiosas: la palabra como cerrojo que nos encierra a todos en las sofocantes verdades de la tribu, un paso clave para suscitar la lealtad total. Cuando Quim Torra decía que Cataluña vivía “una crisis humanitaria” sabía perfectamente que no era cierto, pero le daba absolutamente igual: la salvación también se gana mintiendo. Las declaraciones públicas no pretendían debatir o proponer nada sino cerrar la conversación y que los suyos apretasen filas. El eslogan era claro: Més que mai, un sol poble. Y ahí seguimos.
Es rara la naturalidad con la que algunos siguen saltando fuera de cualquier espacio común y cómo las verdades de la tribu son inmunes a cualquier criterio medianamente racional. “Si soy candidato a la investidura, dejaré el exilio definitivamente para asistir al pleno”, ha dicho el expresident. Ese es y no otro su inane programa político, pero qué más da. Y no es muy difícil ver que la actual relación de fuerzas parlamentarias está condicionada por los resultados de los futuros comicios catalanes. Si las elecciones gallegas eran una prueba de fuego para Feijóo, la misma lógica permite afirmar que, esta vez quienes se la juegan son Sánchez y Puigdemont: los demás son meros figurantes.
Si la derrota de Puigdemont es dura ―y el PSC debería aprovechar que la mayoría de la sociedad catalana rechaza ya la vía unilateral que propone nuestro particular quinto beatle en su exilio de oro―, este se lo cobrará a La Moncloa con inquina. Nadie puede engañarse: un Gobierno con Esquerra y el PSC hará que Junts se vuelva aún más hostil. ¿Y un Gobierno con Junts? No parece posible, pero quién sabe. Tal vez Puigdemont y sus votantes escapen a una visión convencional de la política. Quizá sus incentivos, su estilo, su lenguaje conecten de veras con alguna necesidad sentimental que haríamos mal en despreciar o desdeñar. Pero hay otras preguntas que no acabamos de atrevernos a hacer: ¿qué cambiará realmente? ¿Seguiremos obligados a elegir una identidad cerrada empujados por el lenguaje del poder? ¿Dónde estaremos dentro de cinco o diez años? ¿Seguirá paralizada nuestra política bajo el influjo del eterno retorno del procés?