Adiós a Savater
Podemos cambiar muchas veces y sentir que cada cambio está justificado. Pero una inteligencia sin pensamiento acaba devorada por la vejez y el narcisismo
Siempre hemos estado desajustados Fernando Savater y yo. Hoy, cuando es difícil prestarle atención sin un poco de sonrojo, reconozco lo que hace tres décadas le negaba: que ha sido uno de los mejores ensayistas que ha tenido este país en los últimos cuarenta años. Era fino, brillante, prismático, culto, irreverente, divertido: un robusto chestertoniano al que le gustaban los desayunos ingleses y las carreras de caballos, más b...
Siempre hemos estado desajustados Fernando Savater y yo. Hoy, cuando es difícil prestarle atención sin un poco de sonrojo, reconozco lo que hace tres décadas le negaba: que ha sido uno de los mejores ensayistas que ha tenido este país en los últimos cuarenta años. Era fino, brillante, prismático, culto, irreverente, divertido: un robusto chestertoniano al que le gustaban los desayunos ingleses y las carreras de caballos, más bien libertario al principio, insobornablemente socialdemócrata después. Yo era serio y recto: es decir, simple. En 1985 y 1988, publiqué con Carlos Fernández Liria dos panfletos marxistas: Dejar de pensar y Volver a pensar. En la portada de este último, mediante un fotomontaje, habíamos hecho sentar a Savater en el regazo de una virgen románica sosteniendo una rosa en la mano, en una clara alusión a su militancia socialista de entonces. Su respuesta no fue furibunda y ofendida. Al contrario. En un artículo en EL PAÍS se burló de nosotros del modo más implacable, displicente y mordaz. Todavía hoy me río. “Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria”, escribió, “son como los pastorcillos de Belén: piensan y piensan y vuelven a pensar”. Poco tiempo después, la revista La luna planteó un debate entre los tres. La paliza que nos propinó fue homérica. ¿Cuál era la diferencia? No solo que sostenía posturas políticas más sensatas que las nuestras: es que era más inteligente, más sabio y más gracioso que nosotros.
Cuando uno es joven piensa a menudo en lo que querría ser de mayor; luego, cuando se es mayor se piensa, hacia atrás, en lo que a uno le hubiese gustado ser de joven. Nunca quise ser Fernando Savater en una época en la que yo tenía veinticinco años y Savater, con cuarenta, era políticamente sensato e intelectualmente fulgurante; ahora que tengo sesenta y tres, querría haber sido un poco más listo en mi juventud. Creo que el que soy ahora hubiera coincidido en muchas cosas (salvo en la cercanía al PSOE de Felipe González) con el Savater de hace treinta años. Pero ya no podremos encontrarnos. Yo he cambiado para acercarme un poco —con menos talento e ingenio— a lo que él fue cuando escribía La tarea del héroe, La infancia recuperada o Ética para Amador. Él ha cambiado para parecerse a Isabel Díaz Ayuso y Giorgia Meloni. Alguien podrá decir que estos desplazamientos solo tienen valor geológico y que se limitan a anticiparme una deriva semejante: que estoy condenado, en fin, a acabar como ha acabado él. No descarto nada. No descarto ser un fanático dentro de quince años. Pero la cuestión es otra. La cuestión es saber cuándo se tiene razón; cuál de los dos Savater tenía razón. Sin duda era más listo, más simpático, más brillante, más ingenioso ese ya fenecido que escribía en EL PAÍS contra las locuras de los serios y los rectos. Pero ocurre que ese era también mucho más razonable. Podemos cambiar muchas veces a lo largo de nuestras vidas y sentir, desde el interior de nuestros cuerpos, que cada uno de esos cambios está justificado; podemos incluso justificarlos todos de manera autoevidente y más o menos convincente: cuando flaquea el pensamiento, se mantiene a veces intacta la inteligencia, esa facultad peligrosa que sirve sobre todo para convencerse a uno mismo de que la propia vida y la propia evolución, de las que somos escasamente dueños, tienen siempre un carácter premeditado y ejemplar. Ahora bien, una inteligencia sin pensamiento acaba devorada por la vejez y el narcisismo: se vuelve seria y recta: acaba, por así decirlo, perdiendo la razón.
La razón algunos la encuentran temprano y la conservan hasta la muerte: pensemos, no sé, en el genial e irritante Goethe, que fue siempre listo y sabio entre 1749 y 1832. Otros pasan por el mundo sin rozarla siquiera. Y otros muchos tropiezan con ella en algún momento de su vida y no saben conservarla. Tan difícil es hallarla como retenerla. No descarto nada, he dicho. No descarto convertirme en un fanático dentro de quince años. Pero es ahora cuando, al menos a ratos, tengo razón; y era hace treinta años cuando Fernando Savater, muchas veces, la tenía. Los cambios solo nos cambian a nosotros y por eso, por si acaso, me arrepiento ahora, sin esperar más, del viejo que seré. Despidamos a Savater con ternura y melancolía. Nos puede pasar a todos. Lo importante es que en el mundo siga habiendo un número aproximadamente estable de gente razonable, aunque nosotros todavía no lo seamos o hayamos dejado ya de serlo; lo importante es que haya más gente razonable cada día y no menos y que una mayoría razonable frene democráticamente a los que no lo son y se ocupe de gestionar los periódicos, los Presupuestos del Estado, los ejércitos y las instituciones. Digamos la verdad: no vamos por ese camino. La derrota de Savater resulta descorazonadora. Si Savater ha perdido el norte, ¿cómo no la van a perder Milei, Trump, Ayuso, Le Pen, Meloni, Netanyahu, y todos sus millones de votantes?