De Kant a Putin, y viceversa

Como buen depredador, el presidente ruso ha olido la debilidad y cobardía de sus adversarios: unos Estados Unidos que pronto pueden caer bajo las garras de otro loco imprevisible, y una Europa fatigada y fragmentada también por guerras culturales

El presidente ruso, Vladímir Putin, en Kazán, Rusia, este jueves.Sergéi Bobylev (Sputnik/ Reuters)

El año en el que celebramos el tercer centenario de Kant, el filósofo de la paz perpetua y del más elaborado discurso moral, es también aquel en el que el totalitarismo comienza a enseñar sus colmillos. No es ya solo que Putin persevere en el espanto de una guerra de agresión, es que ha comenzado a transformar su régimen en algo indistinguible d...

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El año en el que celebramos el tercer centenario de Kant, el filósofo de la paz perpetua y del más elaborado discurso moral, es también aquel en el que el totalitarismo comienza a enseñar sus colmillos. No es ya solo que Putin persevere en el espanto de una guerra de agresión, es que ha comenzado a transformar su régimen en algo indistinguible de un totalitarismo de manual. Empezando por su rasgo más característico, el uso de la violencia hacia toda disidencia interna. No se trata ya solo de la eliminación de Navalni, el disidente noble, o de Prigozhin, el villano díscolo, o del triste piloto desertor asesinado en España; están también todos los disidentes agredidos o liquidados por medios químicos o biológicos fuera del país, o la represión interior de quienes osen poner en cuestión al dictador. Si, como decía Arendt, el totalitarismo es la “dominación total por medio del terror”, el régimen de Putin y su corte de oligarcas encajan en este modelo como un guante. También, desde luego, por su aceptación del imperialismo y la guerra.

Lo más sorprendente es la desvergüenza con la que lo escenifica y proclama. ¡Que todo el mundo se entere! El terror y la violencia como principal instrumento de amedrentamiento. Seguro que ha filtrado también su intención de colocar un artefacto nuclear en el espacio, justo cuando ahora además procede, por boca de su machaca Medvédev, a amenazar a Occidente con un ataque nuclear si sigue porfiando en no reconocer lo que considera sus fronteras legítimas. Ucrania, desde luego, ¿pero por qué no los Bálticos también? Como buen depredador, ha olido la debilidad y cobardía de sus adversarios: unos Estados Unidos que pronto pueden caer bajo las garras de otro loco imprevisible, y una Europa fatigada y fragmentada también por guerras culturales y los conflictos derivados del combate al cambio climático, que pueden propiciar un nuevo empujón hacia la extrema derecha. Y tocada también por el propio desenvolvimiento del conflicto en Palestina y una total y escandalosa ausencia de liderazgo. Mientras tanto, Ucrania se queda sin munición.

Por parafrasear al filósofo de Königsberg, Europa ha vuelto a reincidir en su minoría de edad autoculpable, incapaz de hacer honor a los principios que proclama y a la responsabilidad que le exige este momento histórico. Pávida y ensimismada, cae de nuevo en la tentación de reemprender el camino de Múnich. Pronto Ucrania puede jugar el papel de los Sudetes, pensando así que quizá podrá evitar una nueva guerra. El matonismo de Putin es perfectamente racional. Basta un somero análisis de donde nos hallamos, probablemente en el momento más bajo de nuestras ansias de libertad, con el civismo republicano hecho unos zorros. Es además muy congruente con lo que significa Rusia, el gigante con pies de barro que ha demostrado ser hasta ahora en Ucrania. Pero capaz de amedrentar con la amenaza nuclear. Putin no va a desperdiciar el único activo que le queda.

Es posible que no estemos en condiciones de llevar a la práctica el rigorismo que nos exige el imperativo categórico kantiano. Atendamos entonces al menos exigente de su reinterpretación por Adorno: “Obra y piensa de tal modo que Auschwitz no se repita, que no ocurra nada parecido”. No plegarse al totalitarismo debe ser la motivación moral mínima a partir de la cual guiar nuestra acción colectiva. O, por decirlo con Camus, “impedir que el mundo se deshaga”. No sé yo si hasta eso es ya demasiado pedir a esta nueva raza de políticos sonámbulos que caminan directos al precipicio.

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