El debate | ¿Es inevitable el colapso de nuestra forma de vida por la crisis ecológica?
Se suceden las alertas desde la comunidad científica sobre los efectos irreversibles del calentamiento global. Las sociedades desarrolladas se enfrentan al dilema de transitar hacia la descarbonización intentando mantener el sistema económico y social. ¿Pero es realmente posible? Los investigadores Emilio Santiago y Margarita Mediavilla ofrecen aquí dos puntos de vista sobre ese futuro
El concepto de colapso climático recorre las discusiones en el ámbito de los expertos cuando estos abordan el impacto que tendrá el calentamiento global en las sociedades capitalistas avanzadas. No hay un consenso sobre qué aspecto tiene ese futuro, a qué llamamos exactamente colapso, pero sí en que ese impacto será profundo: de una forma o de otra, el fin de los combustibles fósiles exige otro sistema económico.
En nuestro debate de hoy, el investigador del CSIC Emilio Santiago afirma que ese futuro está abierto y depende de las decisiones que tomemos. La experta ...
El concepto de colapso climático recorre las discusiones en el ámbito de los expertos cuando estos abordan el impacto que tendrá el calentamiento global en las sociedades capitalistas avanzadas. No hay un consenso sobre qué aspecto tiene ese futuro, a qué llamamos exactamente colapso, pero sí en que ese impacto será profundo: de una forma o de otra, el fin de los combustibles fósiles exige otro sistema económico.
En nuestro debate de hoy, el investigador del CSIC Emilio Santiago afirma que ese futuro está abierto y depende de las decisiones que tomemos. La experta Margarita Mediavilla cree que el declive provocado por la crisis climática es inevitable y ya está en marcha, aunque aún hay tiempo de evitar el colapso.
El colapso no es un destino
EMILIO SANTIAGO
En los últimos años, la ciencia del clima parece una suscripción a un boletín de malas noticias. La última, un estudio que nos advierte del probable colapso de la circulación oceánica del Atlántico. Otra evidencia de que la crisis climática se intensifica. Los científicos están alarmados. Aun con un calentamiento bajo, los impactos están siendo muy graves, pero seguimos emitiendo CO₂ y adentrándonos en territorio peligroso. Con esta tendencia, toda preocupación climática que demostremos será poca.
Nuestros hijos hoy ya crecen en un planeta mucho más hostil que el de sus abuelos, y la situación puede empeorar. El siglo XXI será una enorme prueba de estrés ecológico para sociedades muy tensionadas por la desigualdad y la violencia. ¿Significa esto que el colapso ecológico está asegurado? No si por colapso nos remitimos a lo que nos dicen las ciencias sociales.
Rigurosamente, un colapso es una quiebra rápida, destructiva e irreversible del orden social que destruye el Estado y el mercado como los conocemos. Implica retroceso tecnológico y mortandad masiva. Estas situaciones pueden darse de modo puntual asociadas a catástrofes concretas. Pero como trayectoria es más probable, si hacemos las cosas mal, que nos sumerjamos en un proceso de apartheid ecológico, pérdida de libertades y degradación de las condiciones de vida. Esto no es exactamente un colapso. Y la elección del término importa, porque las palabras imponen estrategias diferentes.
En la encrucijada ecológica, el factor humano es la incógnita más abierta. Las sociedades innovan, se adaptan, se transforman. Un mismo golpe ecológico puede dar lugar a salidas sociales muy distintas. Algunas nos pueden llevar al colapso, pero otras no. Hay algo que une a Thatcher, el cine de Hollywood y el ecologismo colapsista: la creencia neoliberal en que no hay alternativa. Pero siempre hay alternativa porque la política es una palanca de cambio colosal. La pandemia nos sirvió de prueba. Parar la economía, aprobar ERTES, lograr éxitos científicos como las vacunas en tiempo récord, distribuirlas con criterios de necesidades y no de mercado… todo eso hubiese parecido imposible en 2019.
Dar el colapso por seguro es la mejor manera de contribuir a él, porque los mensajes ecológicos apocalípticos desmovilizan. Además, los motivos para la esperanza existen. Las renovables están experimentando una revolución tecnológica asombrosa: en el 80% de los países es ya más barato producir electricidad con renovables que con fósiles.
La tecnología nos ayudará, pero no es una varita mágica. Debe combinarse con profundos cambios sociales. En este ámbito, también hay avances: ya existe una conciencia climática masiva impulsada por las movilizaciones juveniles de 2019. Utopías necesarias como el decrecimiento se discuten en el Parlamento Europeo. Programas gubernamentales como los fondos Next Generation están inyectando una cantidad histórica de recursos en la transición ecológica, aunque con importantes déficits de justicia. Pero este flanco también puede mejorarse. Especialmente, porque la ideología neoliberal, que nos hizo perder décadas de acción climática coherente, es ya un muerto viviente. Planificación, política industrial y reparto de riqueza son ideas que hoy suenan mucho más a futuro que a pasado.
Por tanto, el colapso no es un destino, porque la crisis ecológica no es un síncope. Es una sucesión de turbulencias que dependen de nuestras decisiones. Evitar el desastre ecológico es la tarea que definirá el siglo XXI. Y será la política la que le dé forma. Sabemos que la política puede generar monstruos. Pero también derechos, conquistas y grandes transformaciones. Por eso, el mejor remedio contra la ecoansiedad se llama política. Y la siguiente meta volante está aquí mismo. Todas las elecciones son ya un plebiscito climático. Pero algunas, como las del Parlamento Europeo, se antojan decisivas. Toca afrontarlas sabiendo que climáticamente vamos mal, pero en soluciones factibles estamos mejor armados que nunca.
Nuestra sociedad va a caer tarde o temprano
MARGARITA MEDIAVILLA
Primero estaría bien saber qué es lo que entendemos por colapso. El diccionario lo define como ruina, destrucción o caída rápida. A mí me gusta definirlo usando la dinámica de sistemas y caracterizarlo, no sólo por el hecho de que haya una caída, sino porque esta se realimente y acelere, volviéndose especialmente dramática. Independientemente de lo que entendamos por colapso, lo que sí sabemos es que nuestra sociedad va a caer tarde o temprano, porque hace décadas que es insostenible, es decir: no es capaz de mantener los actuales ritmos de consumo sin deteriorar la base física y biológica que nutre ese mismo consumo.
Para ser sostenible, una sociedad debería cumplir, como mínimo, cuatro requisitos: basarse en energías no agotables (renovables), reciclar todos los minerales a tasas cercanas al 100%, limitar la extracción de recursos biológicos a sus ritmos de regeneración y emitir residuos a ritmos compatibles con la capacidad de reciclado de la naturaleza.
Estamos muy lejos de cumplir estas condiciones básicas: tres cuartas partes de nuestra energía dependen de recursos agotables como los combustibles fósiles y el uranio, nuestras tasas de reciclado son muy bajas, bosques, acuíferos y pesquerías están sobreexplotados, estamos perdiendo suelos fértiles y tenemos problemas con muchos residuos, desde los plásticos hasta el CO₂ causante del cambio climático.
En realidad, en muchos aspectos estamos ya bajando porque todo esto está haciendo más difícil la vida de millones de seres humanos, pero tendemos a pensar que el deterioro de la naturaleza no tiene importancia porque el avance científico siempre es capaz de solucionar los problemas y hacer que vivamos mejor que antes.
Eso es poner demasiada responsabilidad en los hombros de la tecnología, que ni puede conseguirlo todo ni suele avanzar por donde nosotros predecimos. En las últimas décadas, por ejemplo, los descubrimientos en computación han sido asombrosos, pero en energía han sido bastante mediocres: ni las centrales termosolares, ni las tecnologías solares de capa fina (thin films), ni los combustibles de algas, ni la energía mareomotriz han tenido los resultados que se esperaban hace unos años.
Estas limitaciones se hacen especialmente evidentes cuando hablamos de abandonar los combustibles fósiles, especialmente el petróleo, que es un recurso extraordinario. La gasolina, por ejemplo, almacena 70 veces más energía por kilo de peso que las baterías usadas para acumular la electricidad que dan las renovables. A esto se suma la dependencia de minerales escasos, la ocupación de terreno y la intermitencia de la fotovoltaica y la eólica. Ninguno de ellos es un impedimento absoluto, pero todos añaden dificultades técnicas. Y lo que es complicado técnicamente es poco rentable económicamente, poco atractivo para los consumidores y difícil de vender políticamente.
Aun así, debemos abandonar los combustibles fósiles por un doble motivo: porque están dando señales de agotamiento (30 de los 53 principales países productores de petróleo se encuentran ya en franco declive) y porque debemos mitigar el cambio climático. Pero no podemos engañarnos y pensar que la transición es un camino de rosas. Es un proceso complejo que requiere una ambiciosa transición económica, ecológica y social, además de cambios técnicos.
¿Es inevitable el colapso? Si lo entendemos como bajada del nivel de consumo y progresivo aumento de las dificultades, sí creo que es inevitable. Pero el que sea esa caída realimentada y catastrófica, que es lo que yo llamaría realmente colapso, depende de las decisiones que tomemos.
Una sociedad puede optar por proteger los recursos que se están volviendo escasos o sobreexplotarlos. Si los sobreexplota, estos se deterioran generando más escasez y más sobreexplotación en una perniciosa espiral de colapso realimentado. A nivel global creo que todavía no hemos entrado en esta dinámica, pero para evitarla deberíamos cultivar actitudes de autolimitación, de visión sistémica y de respeto a la naturaleza que actualmente no tenemos.