Escritores y perros

Mientras las palabras brotan y se alinean formando sentido, ahí cerca, a los pies de quien escribe, un pecho cubierto de pelambre sube y baja al ritmo de la pausada respiración

El filósofo Schopenhauer con su caniche, en una xilografía de Johann Jacob Ettling publicada en el 'Frankfurter Latern'.ullstein bild via Getty Images

El filósofo Arthur Schopenhauer se hizo acompañar a lo largo de su vida por sucesivos caniches. Es sabido que prefería los perros a los hombres. Dejó escrito que el perro “es fiel en la tempestad; el hombre ni siquiera cuando sólo hay viento”. Uno, por suerte, ha tenido roces algo más gratificantes con sus congéneres; así y todo, poco me costaría confeccionar una lista extensa de contemporáne...

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El filósofo Arthur Schopenhauer se hizo acompañar a lo largo de su vida por sucesivos caniches. Es sabido que prefería los perros a los hombres. Dejó escrito que el perro “es fiel en la tempestad; el hombre ni siquiera cuando sólo hay viento”. Uno, por suerte, ha tenido roces algo más gratificantes con sus congéneres; así y todo, poco me costaría confeccionar una lista extensa de contemporáneos que no le llegan a mi perra, en nobleza de carácter y en otros atributos que me callo, al corvejón. Thomas Mann dedicó una obrita afectuosa, de elevada escritura, a su compañero peludo, traducida a la lengua española con el título de Señor y perro. Me viene asimismo a la memoria un hermoso poema de Vicente Aleixandre (ese hombre que, por encima de todo, necesitaba amar) dedicado a su perro Sirio. En uno de los versos sitúa al animal en un “reino de serenidad y silencio”. Me pregunto si dicho reino sería el jardín de su casa de la calle Velintonia, en venta por subasta y abandonada como tantas cosas de provecho cultural descuidadas por esos que dicen llamarse servidores públicos. Hay una fotografía de Pérez Galdós que me inspira particular simpatía. Muestra al novelista envejecido, sentado en la terraza de su palacete de Santander, hoy inexistente (otra pérdida cultural). En una mano sujeta un puro. La otra aparece blandamente posada en el cuello de un mastín con cara de buen amigo. A uno lo complace imaginar a esos y otros canes adormecidos junto al escritorio. Y mientras las palabras brotan y se alinean formando sentido, ahí cerca, a los pies de quien escribe, un pecho cubierto de pelambre sube y baja al ritmo de la pausada respiración. Puede ocurrir que la mirada del escritor y la del animal se crucen un instante. Yo imagino los ojos del perro teñidos de lástima, diciendo: ¿Por qué te castigas, pobre humano? Con lo bien que estarías ahora corriendo por los montes.

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