¿La palabra del año?

Presentar la realidad política como el resultado de una fosilización de bloques con universos electorales encerrados en burbujas es hablar de lo que sucede como el fruto de una catástrofe natural, eludiendo nuestra responsabilidad

del hambre

Por sí solas, las palabras no significan nada. Algunas de las más escuchadas este año son “frontera”, “polarización” o “humillación”. En realidad son categorías de pensamiento que adquieren importancia porque nos afectan personalmente al proyectar aspectos políticos o sociales. Trump demostró, por ejemplo, que “un muro más alto” era algo más que una muralla física. Es un plan político de suma cero y bunkerización, la imposición de un “nosotros” a través de chivos expiatorios que amenazan nuestro bienestar, nuestras identidades, nuestros valores. ...

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Por sí solas, las palabras no significan nada. Algunas de las más escuchadas este año son “frontera”, “polarización” o “humillación”. En realidad son categorías de pensamiento que adquieren importancia porque nos afectan personalmente al proyectar aspectos políticos o sociales. Trump demostró, por ejemplo, que “un muro más alto” era algo más que una muralla física. Es un plan político de suma cero y bunkerización, la imposición de un “nosotros” a través de chivos expiatorios que amenazan nuestro bienestar, nuestras identidades, nuestros valores. Este muro que Trump quiere erigir en EE UU lo levanta Putin contra Occidente, que es una realidad geográfica, pero sobre todo una idea. Es ahí donde encaja la censura pública de las autoridades rusas de una fiesta donde los asistentes iban casi desnudos. Por todo el planeta, las autocracias promueven valores tradicionales como la familia o la religión y ensalzan la autoridad y la homofobia. Lo curioso es que esta guerra entre autocracias y democracias sucederá en 2024 en el seno de la democracia más antigua del mundo. El demócrata Biden contra el autócrata Trump, el reflejo de nuestro tiempo. ¿Pero es adecuada la palabra “polarización” para explicar lo que ocurre?

Les confieso que cada vez me gusta menos ese concepto. Presentar la realidad política como el resultado de una fosilización de bloques con universos electorales encerrados en burbujas es hablar de lo que sucede como el fruto de una catástrofe natural, eludiendo nuestra responsabilidad en ello. Tiene que ver con que nuestros representantes piensen que, para ganar elecciones, es más eficaz cristalizar antagonismos, y también con que desde el columnismo nos hemos aficionado al desgarro de los cuadros de Goya, ahondando la brecha existente entre el mundo que habitamos y la responsabilidad que tenemos por construirlo desde el discurso público. Ese desgarramiento, con llamadas a la insumisión o la denuncia de la quiebra moral, o el recurso infalible a la humillación representan más el reflejo de nuestro privilegio que de esa realidad que tenemos la obligación moral de observar intentando disolver motivaciones negativas. También para estar abiertos a las corrientes de fondo que, desde la marginalidad, consiguen llegar al corazón de la sociedad.

Aparecen como ritmos sincopados, y son los nuevos realineamientos avanzando al son desordenado de la acción-reacción. Por eso este año fue también el de Jenni Hermoso y el del desenmascaramiento de algún “monstruo sagrado” a lo Depardieu, como dice Isabel Coixet. En la Italia de Meloni despierta de nuevo la conciencia emancipadora de la mujer proyectada en Todavía hay mañana, película que triunfa llamando a la rebelión, esta sí necesaria, contra el patriarcado, y donde resuena el crimen machista de la joven de 22 años, Giulia Cecchettin, que conmocionó al país. Y miremos de nuevo a EE UU porque, mientras Trump sortea obstáculos judiciales, cada votación sobre el aborto tras la supresión de este derecho por el Supremo confirma la intensidad de la movilización de las mujeres y los jóvenes contra la reacción. Claro que hay motivo para la esperanza.

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