Ellos ya somos nosotros
El éxito de un colegio de Barcelona lleno de inmigrantes nos da la clave. La integración es posible, siempre que nos la tomemos en serio
Si, entre los excesos de estos días, han tenido un rato de calma para repasar el periódico, tal vez hayan reparado en un reportaje estupendo de Ignacio Zafra: “El instituto con el 95% de alumnado inmigrante que desarma prejuicios”. El subtítulo ofrece más pistas: “El centro público Miquel Tarradell, situado en el corazón del barrio del Raval, en Barcelona, y catalogado como de máxima complejidad socioeconómica, tiene ...
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Si, entre los excesos de estos días, han tenido un rato de calma para repasar el periódico, tal vez hayan reparado en un reportaje estupendo de Ignacio Zafra: “El instituto con el 95% de alumnado inmigrante que desarma prejuicios”. El subtítulo ofrece más pistas: “El centro público Miquel Tarradell, situado en el corazón del barrio del Raval, en Barcelona, y catalogado como de máxima complejidad socioeconómica, tiene un ambiente escolar envidiable y un creciente número de estudiantes que llega a la educación superior”. Si no lo han leído, se lo recomiendo. Ahí encontrarán historias de alumnos y profesores que son de por sí un conjuro contra los tópicos y una luz de esperanza. No se trata de discursos buenistas ni de piedras filosofales, sino de trabajo, presencia y la inversión necesaria para que un colegio con todas las papeletas para convertirse en un fracaso – 95% del alumnado de origen inmigrante, barrio masificado, padres sin recursos— se convierta en un ejemplo. No hay espacio aquí para resumir el reportaje, pero sí para detenerse en un detalle que me ha traído a la memoria un artículo reciente y otro de hace 20 años.
El detalle en cuestión es esta frase de un profesor que resalta que, en comparación con otros centros, en el colegio público Miquel Tarradell, los alumnos son muy respetuosos: “En términos generales tienes el apoyo de las familias. En otros centros igual les dices: ‘tu hijo le ha tirado un borrador a una profesora de matemáticas’, y contesta: ‘bueno, a mí me es igual’. Aquí, en cambio, vienen, y delante de ti le dicen lo que haga falta. Hay una respuesta muy grande”. Me he acordado de una columna que, en junio de 2004, publicó Elvira Lindo. Se titulaba Sin miedo: “En los años ochenta, poco a poco, los niños desaparecieron de la calle. El sonido de un chaval dando patadas a un balón dejó de oírse. Ese insignificante hecho, en el fondo, cambió el mundo. Los niños empezaron a ir siempre con una chica a su lado, suramericana, africana, del Este. La ciudad se pobló de canguros. Llegó a haber tantos como niños. Los padres no concebíamos que un niño pudiera dar un paso sin una cuidadora. Pero resultó que las canguros inmigrantes tuvieron hijos o se los trajeron de sus países, y como las canguros no pueden permitirse el lujo de pagar canguros, el centro de la ciudad se ha poblado de niños libres: chinos, coreanos, suramericanos, marroquíes. Juegan al balón en cuanto tienen 20 metros cuadrados libres, los ves charlar como hacíamos nosotros”.
De aquel precioso artículo di el salto a uno muy reciente de la escritora Najat El Hachmi, y que, bajo el título Cuando el odio viene de la Generalitat, parecía la continuación, 20 años después, de aquel escrito por Lindo: “Los hijos de los inmigrantes somos parte del equipaje de nuestros padres, nos vamos a vivir donde van ellos del mismo modo que nacemos donde está nuestra madre”. El Hachmi contestaba así la acusación de un alto cargo del Gobierno catalán que había atribuido los malos resultados del informe PISA a la inmigración: “No, no somos inmigrantes ni quienes vinimos de pequeños ni quienes nacieron aquí, porque el lugar en el que pasas la mayor parte del tiempo, donde creces y te educas y estableces vínculos es tu sitio en el mundo y no ese origen remoto que a veces no conoces más que de oídas”. En estas tres historias, hilvanadas, pueden estar algunas de las claves de nuestro futuro. Que cada uno saque sus conclusiones, pero tal vez en los inmigrantes preocupados por sus hijos reconozcamos a nuestros padres; y en la libertad de los chavales con rasgos distintos jugando en la calle, a nosotros mismos. Cuando los insulten en Twitter, siéntanse aludidos. Porque ellos ya somos nosotros.