Cada pueblo en Latinoamérica tiene tradiciones que rodean las fiestas de Navidad: en Colombia se encienden velitas; en México se celebran las posadas con algazara; en Chile el Viejito Pascuero es quien trae los regalos; y en Perú, junto a la irrupción arrolladora de los villancicos pegajosos de los Toribianitos, se lanza una nueva temporada de su larga serie sobre las crisis y la decadencia política. Es inevitable. La insurgencia de crisis políticas en diciembre les recuerda a los ciudadanos peruanos que, aunque estén mal, siempre pueden estar peor.
Aunque la economía peruana esté ...
Cada pueblo en Latinoamérica tiene tradiciones que rodean las fiestas de Navidad: en Colombia se encienden velitas; en México se celebran las posadas con algazara; en Chile el Viejito Pascuero es quien trae los regalos; y en Perú, junto a la irrupción arrolladora de los villancicos pegajosos de los Toribianitos, se lanza una nueva temporada de su larga serie sobre las crisis y la decadencia política. Es inevitable. La insurgencia de crisis políticas en diciembre les recuerda a los ciudadanos peruanos que, aunque estén mal, siempre pueden estar peor.
Aunque la economía peruana esté golpeada por una recesión galopante, aunque su selección de fútbol esté haciendo el ridículo en las clasificatorias al Mundial de 2030 y su entrenador se niegue tercamente a renunciar —una insana costumbre cada vez más frecuente entre los mandamases peruanos—, aunque el crimen organizado avance depredando economías informales y asesine ciudadanos; no podemos escapar de padecer por algún nuevo escándalo político, nos bañaremos eternamente en el río de Heráclito. El cantante de cumbia tropical andina, Tongo, supo entender mejor que nadie el destino trágico de la peruanidad y lo resumió así: “Sufre, peruano, sufre, si tú quieres progresar”.
Y aquí estamos sufriendo, pero sin progresar. Sólo que esta vez, la nueva temporada de la eterna crisis política peruana afecta a tantísimos actores políticos y judiciales que, para compararla con algo parecido, necesariamente, tendríamos que devolvernos al destape de los “vladivideos” que ocasionaron la renuncia de Alberto Fujimori en el 2000. Es una crisis política every-time-every-where-all-at-once. Sólo que esta vez viene cargada con una dosis de nihilismo con esteroides, irónicamente el año 2023 fue declarado por el Gobierno como el “año de la paz y el desarrollo”.
Hace exactamente un año, el 7 de diciembre de 2022, el expresidente Pedro Castillo ensayaba el más ridículo y surrealista autogolpe de Estado jamás perpetrado en Perú. Aquel 7 de diciembre, ni el más fervoroso opositor a Castillo podía anticipar la dimensión de la desprolijidad que acompañó al presidente. Enfrentaba un nuevo proceso de vacancia presidencial en el Congreso, pero la oposición no contaba con los votos para destituirlo y, contrariando el consejo de sus más fieles asesores, acometió abruptamente un suicidio político televisado. Leyó un mensaje a la nación, frío y desgarbado, donde cerraba el Congreso, intervenía el Ministerio Público y el Poder Judicial, y convocaba a elecciones para una nueva Asamblea Constituyente que debía elaborar una nueva Constitución. Tal era la incredulidad del mismo Castillo que, tras el corte del mensaje, su mirada nerviosa no sólo no transmitía ni la energía ni la vitalidad que uno espera que emerja de un dictador en ciernes, sino que infestó la sala de una debilidad pusilánime que es carnaza para el rival político.
Al apagarse las cámaras, nacía Pedro Castillo, el autócrata, un tirano taciturno y ensimismado, pero desprovisto de autoridad, y cuyo mandato iba a ser tan breve como enclenque. Ninguno de sus ministros ni sus asesores más cercanos estaba preparado, salvo la única que aparentemente conocía de esta maniobra suicida, la entonces nueva primera ministra oportunista, Betssy Chávez. Ni el astuto e impasible Alejandro Salas, ni su escudero más leal y combativo, Aníbal Torres, —que lo acompañó hasta el final en sus horas más oscuras—, ni los altos mandos de las Fuerzas Armadas ni policiales; ninguno estaba al tanto del golpe.
Lo que siguió fue un dominó político donde Castillo fue esquilmado como cordero que va al matadero. En sólo horas la gran mayoría de sus ministros presentaron sus renuncias en tropel, e incluso el abogado que lo venía defendiendo hasta ese momento frente a las acusaciones de corrupción, Benji Espinoza, también lo abandonó. Pedro Castillo experimentaba la gélida soledad del político sin poder. Fue detenido y encarcelado. La moción de vacancia, condenada en principio a naufragar, consiguió los votos esquivos y los congresistas peruanos destituyeron a Castillo; comenzaron a abrazarse y a tomarse selfies celebratorias, con una indolencia bastante evidente, síntoma de la desubicación perpetua de los parlamentarios. “Ni siquiera tenía un cortador de uñas en mi mano”, declaró recientemente Pedro Castillo en una audiencia judicial desde la Base Naval del Callao, donde se encuentra purgando mandato de prisión preventiva. La estrategia de la defensa de Castillo, como en varios momentos de su Gobierno, es aparecer como un cándido ser que estaba más allá del bien y del mal. Insinuando que no fue ningún de golpe de Estado, y si lo fue, fue sólo una intentona golpista nominalista.
La tragedia de Pedro Castillo a un año de su intento de autogolpe es también la tragedia de sus votantes más prístinos. Castillo fue elegido con un grito de desesperación e identificación de muchos ciudadanos olvidados en las regiones rurales del Perú. Representó más que nadie, pero desilusionó más que ninguno.
Aquel 7 de diciembre de 2022, Castillo les quitó cualquier excusa política a los que se negaban a vacarlo sea por simpatías ideológicas y hasta por convicciones democráticas. Ninguno de los más ambiciosos proyectos políticos del socialismo del siglo XXI se emprendió sin capital político. Aquel 7 de diciembre Castillo decidió ponerle fin a cualquier intento reformista, pues no tenía ni capital político ni poderes fácticos que lo acompañaran en el delirio. Al convertirse en tirano, Castillo sepultó las credenciales democráticas de ese proyecto político de la izquierda plebeya. Esa izquierda plebeya que se ha negado a hacer un mea culpa de su deplorable papel de comparsa en los estertores del proyecto político de Castillo, esa izquierda que siguió amarrada a los cargos públicos por devoción a la consultoría y que insistió con romantizar a Castillo a pesar de las graves denuncias de corrupción que rodearon a su entorno más cercano.
Un proyecto político nacido para fracasar como lo ha reconocido Richard Rojas, el jefe de campaña de Pedro Castillo en 2021: “No estábamos preparados para ser Gobierno, nos sorprendió la victoria”. La sorpresa y el aprendizaje de Castillo costaron muy caro. Un exministro latinoamericano exitoso me preguntaba, incrédulamente, cómo le podía explicar que alguien que no ha hecho carrera política pueda ser presidente así tan imprevistamente como en Perú. El elixir presidencial peruano es una receta que mezcla una aguda desconfianza hacia todos los políticos, una endiablada dispersión del voto entre decenas de candidatos mediocres e insignificantes, y la proliferación de emprendedores políticos informales. En el Perú es más importante golpear en un momento estratégico en la campaña que desgastarse haciendo una larga y costosa carrera política.
Los ciudadanos odian a los políticos de todas las banderas casi por igual, sólo hay que asegurarse una aparición repentina exitosa. Más que ser amado, es más importante ser sólo un poco menos odiado que el rival, por lo que cada elección es una timba. Como nos recordaba la historiadora Carmen McEvoy, ya lo decía José Antonio Lavalle: “La política peruana es un laberinto capaz de enredar al mismo diablo”.
Pero también ha pasado un año desde que Dina Boluarte asumió el poder. Boluarte traicionó a sus votantes primigenios, se abrazó con la derecha política para sobrevivir sin ni siquiera intentar consolar en el duelo a los votantes de Pedro Castillo. Los traicionó. Se abrió a punta de balas, lacrimógenas y decenas de muertos cuyo asesinato en las protestas contra Boluarte continúa impune. Boluarte trajo la mano dura y los militares en las calles. Pero no ha podido ni evitar la recesión económica, ni la pérdida de cientos de miles de puestos de trabajo, ni el espeluznante crecimiento del crimen organizado. Hace sólo unos días, una empresa minera en la provincia de Pataz fue atacada y asesinados nueve de sus trabajadores.
La mano dura que debería servir para proteger a los ciudadanos del crimen organizado al parecer sólo importa cuando se trata de golpear a manifestantes, a los capos de las actividades ilícitas no les alcanzan ni siquiera a rozar más que caricias.
El Gobierno de Boluarte ha sido un dechado de irreverencias en la política exterior que ruboriza a más de uno en Torre Tagle, viajes diplomáticos costosos para pasear en medio del otoño europeo y reuniones bilaterales fantasmales. Pero quizá la impudicia que más desnuda la ineptitud de Boluarte sea que a pesar de contar con el apoyo del establishment económico peruano, ha sido incapaz de devolver la confianza a los actores económicos. La recesión y las decrecientes expectativas empresariales abonaron a una seria crisis de productividad que apunta a acompañar a la alicaída economía peruana también en 2024. Nunca ha habido tantos jóvenes con deseos de emigrar al extranjero como hoy. La generación del bicentenario peruano es más bien, la generación de la desesperanza.
Pero el nihilismo peruano no había preparado a sus ciudadanos para padecer en este diciembre de 2023, una nueva edición de la eterna crisis política en su versión every-time-every-where-all-at-once: la operación Valkiria V que apuntaba a la Fiscal de la Nación como cabecilla de una organización criminal, la amenaza de la remoción de la Junta Nacional de Justicia y la resolución del Tribunal Constitucional que liberaba al dictador Alberto Fujimori. Demasiado incluso para los estándares peruanos.
Hacia finales de noviembre, la fiscal Marita Barreto y un equipo especializado de fiscales y policías consumaron meses de investigación consiguiendo la detención de tres asesores de la Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, acusada por su subalterna de liderar una organización criminal. Esta organización buscaría conseguir el intercambio de favores de congresistas con el fin de perpetuar a Benavides en el cargo mientras se archivaban denuncias contra congresistas. Los congresistas implicados están regados en todas las arenas políticas. Un sistema de corrupción que solo encuentra semejanza con el que controlaba Vladimiro Montesinos en el Servicio Inteligencia Nacional.
La derecha más fanática del Perú, en su afán por convertir en heroína a Patricia Benavides por su papel en la caída de Pedro Castillo, la elevó a los altares. Pero la Fiscal de la Nación no contaba con que su asesor principal, “el filósofo”, se iba a acoger a los beneficios de la colaboración e iba a reconocer los mensajes obtenidos por la fiscalía y –lo más grave– iba a incriminar a la fiscal Benavides aduciendo que obró bajo sus órdenes. La operación Valkiria V no fracasó como sucedió con su homónima en la Alemania nazi, sino que en pocas horas ha comenzado a revelar los primeros indicios de un entramado judicial que amenaza con implicar a políticos, alcaldes, jueces, congresistas, fiscales y hasta a la misma presidenta que tal vez en un tiempo acabe acompañando a Pedro Castillo en la Base Naval del Callao.
La Base Naval del Callao es un recinto donde también purgan prisión los expresidentes Alejandro Toledo y Alberto Fujimori. O donde al menos seguirá purgando prisión sólo Pedro Castillo y Alejandro Toledo, porque el Tribunal Constitucional, –ignorando los requerimientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos–, ha decidido conceder la libertad al dictador peruano Alberto Fujimori. Lo hace fiel a su estilo, sin jamás haberse arrepentido, sin haber pagado un sol de la cuantiosa reparación civil que debe al Estado peruano, sin allanarse a los estándares establecidos para que se le concediera un indulto humanitario. Lo hace como gobernó.
Las elecciones peruanas del 2021 determinaron la composición de un Congreso de la república que ha ido capturando las instituciones públicas para despojarlas de los malévolos caviares —esos progresistas acomodados parasitarios según la derecha peruana— que las habían infestado. Ese Congreso nombró un Tribunal Constitucional a su imagen y semejanza, por lo que la libertad de Fujimori no debería ser una sorpresa, muchos magistrados les deben el cargo; pero qué cuota tan siniestra de decadencia e ironía para que la libertad de Fujimori se consumara en la víspera del fallido autogolpe de Pedro Castillo, un día que el Gobierno oficialmente bautizó como el día de la institucionalidad, la defensa del Estado de derecho y la democracia.
El Gobierno de Boluarte ha gastado muchísimo dinero en consultorías extranjeras para mejorar su imagen en la escena política internacional. Para su infortunio, cómo le explicas a la comunidad internacional que eres un país serio e institucionalizado, si tus organismos de justicia desconocen la competencia de los organismos internacionales.
Cómo no sentir lástima por los ciudadanos peruanos que atraviesan este dejá vú inevitable de un diciembre enfermizo que parece jamás acabar. Un mes maldito para la política peruana que se esmera por prodigar un espectáculo circense donde políticos extinguidos para la vida democrática vuelven convertidos en abogados de ultratumba de fiscales, donde fiscales inescrupulosos intentan defenestrar a sus subordinados para evadir la justicia, donde congresistas quieren controlar las instituciones para que así perpetuar su poder. Perú es un país con una obsesión enfermiza por los fracasos colectivos que han marcado episodios fatídicos de la nación desde la Guerra del Pacífico hasta las muertes en las protestas contra el gobierno de Dina Boluarte.
Antes de ser excarcelado, el sistema informático del Instituto Nacional Penitenciario no podía leer la huella digital de Alberto Fujimori. Pero la huella de Fujimori será indeleble, podrá salir de prisión, pero sus legados no abandonarán Perú tan fácilmente. Los legados de la anti-política de Fujimori, como los llamó Carlos Iván Degregori, sobreviven incólumes. Pedro Castillo podrá permanecer en prisión, pero su capital político podría ser aprovechado por alguno de sus leales escuderos. En la desperdigada política peruana, todos tienen oportunidades, incluso aquellos que nos condujeron a este desvarío.
Perú es un país con una vocación suicida, y precisamente por eso, aquellos que nos condujeron a ese desvarío son los que tienen muchas más oportunidades de triunfar, sino que lo digan las escenas celebratorias que rodearon a la excarcelación de Fujimori. Es diciembre en Perú, es la crisis everything-everywhere-all-at-once, “sufre peruano, sufre, si quieres progresar”.
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