España, la tuya o la mía

Me pregunto en qué consiste exactamente eso que llamamos plurinacionalidad, si es compatible con la idea de interés común o, por el contrario, vamos hacia un mosaico de regiones y nacionalidades

DEL HAMBRE

Al escuchar estos días a Page, Ayuso, Ortuzar o Puigdemont defendiendo identidades cantonales no pude evitar preguntarme si cada uno de estos líderes emplearía la misma energía en defender la pluralidad interna de los territorios en cuyo nombre dicen hablar. Si reconocer la identidad nacional de Euskadi, por ejemplo, se acompañará de la acomodación de otras identidades y lealtades superpuestas. Si mientras piensan en el autogobierno,...

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Al escuchar estos días a Page, Ayuso, Ortuzar o Puigdemont defendiendo identidades cantonales no pude evitar preguntarme si cada uno de estos líderes emplearía la misma energía en defender la pluralidad interna de los territorios en cuyo nombre dicen hablar. Si reconocer la identidad nacional de Euskadi, por ejemplo, se acompañará de la acomodación de otras identidades y lealtades superpuestas. Si mientras piensan en el autogobierno, lo hacen también en aquello que debe formar parte de un Gobierno compartido y para toda la ciudadanía.

Me pregunto en qué consiste exactamente eso que llamamos “la España plurinacional”, si es compatible con la idea de interés común o, por el contrario, vamos hacia un mosaico de regiones y nacionalidades reconocidas que alimentarán la defensa museística de identidades y culturas propias y el filibusterismo intergubernamental. Me pregunto también si los pactos de Sánchez con partidos regionalistas y nacionalistas fomentarán una cultura democrática basada en la confianza y en emociones positivas, como la fraternidad, la solidaridad o el respeto mutuo. Lo digo porque, en el fondo, pedir el reconocimiento de una identidad nacional es concebir la política únicamente como un instrumento expresivo de identidades que ya están ahí, dadas, inmutables, en lugar de pensarla como el medio para producir identidades nuevas, que construyan por ejemplo ese espacio que decimos querer compartir. Y me pregunto también si seremos capaces de construir ese espacio fuera de tanta situación catastrofista o de excepcionalidad, que en teoría nos hacen avanzar, pero demasiado dramáticamente. Me pregunto si hay lugar para cambios más evolutivos y discretos, que construyan poco a poco una nueva cultura de la convivencia, respetuosa de verdad con la diversidad y la pluralidad.

¿Por qué la España plurinacional alimenta los hiperliderazgos y la personificación de unos poderes que se busca descentralizar para concentrarlos de nuevo con la misma lógica acartonada y excluyente? Page y Ayuso nutren sus liderazgos confrontando con el Gobierno central, erigiéndose en portavoces salvíficos de ese nacionalismo español partisano y amenazador que provoca reacciones de autoafirmación en los otros. Priorizan su alineación territorial a la de partido y no se esfuerzan mucho en dibujar un horizonte compartido o un nacionalismo generoso con su propia diversidad. Puigdemont y Ortuzar no confrontan hoy con el Gobierno central: pactan con él el reconocimiento de sus identidades nacionales, pero no sabemos si surgirá una verdadera confianza o una relación de supeditación instrumental que intercambia votos por poder competencial.

Y los ciudadanos, ¿qué queremos? Cuando nos manifestamos en defensa de una identidad nacional, ¿qué tememos exactamente? ¿Qué nos moviliza? ¿Es la misma emoción que nos congregó en los balcones durante la pandemia o salimos azuzados por un lenguaje divisivo que alimenta nuestra desconfianza en los otros y en las instituciones democráticas? ¿Y si en lugar de romperse España estuviera en construcción? ¿Y si fuera una posibilidad siempre pendiente?

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