‘Sabbat’ negro

Arrogante y confiado en sí mismo, Netanyahu creyó haber conseguido separar el problema palestino de las relaciones de Israel con los países árabes. Los últimos días demuestran que es imposible remediar la tragedia de Oriente Próximo sin proponer una solución que alivie la carga de la ocupación

Eulogia merlé

Más de 1.300 muertos en Israel, más de 3.200 heridos, centenares de rehenes y prisioneros. Cada superviviente es la historia de un milagro. De presencia de ánimo y de valor.

Milagros incalculables, innumerables actos de valor y sacrificio por parte de soldados y ciudadanos corrientes. Y cada uno de ellos representa un recordatorio de la negligencia criminal de los responsables de los servicios de seguridad que, durante años, se han convencido a sí mism...

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Más de 1.300 muertos en Israel, más de 3.200 heridos, centenares de rehenes y prisioneros. Cada superviviente es la historia de un milagro. De presencia de ánimo y de valor.

Milagros incalculables, innumerables actos de valor y sacrificio por parte de soldados y ciudadanos corrientes. Y cada uno de ellos representa un recordatorio de la negligencia criminal de los responsables de los servicios de seguridad que, durante años, se han convencido a sí mismos —y a nosotros con ellos— hasta creer que no había nadie más poderoso o más experimentado que nosotros en la región, ni más perspicaz para la doctrina de guerra.

Observo los rostros de la gente. Trauma. Conmoción. Un gran peso en el corazón. Nos repetimos sin cesar unos a otros: una pesadilla, una pesadilla diferente a todas. Indecible. Que las palabras no pueden expresar.

Con una profunda sensación de traición. Traición del Gobierno hacia sus ciudadanos. Traición hacia todo lo que es valioso para nosotros como ciudadanos, como ciudadanos de determinado Estado. Traición a su significado particular y exigente. Traición a nuestro bien más preciado —el hogar nacional del pueblo judío—, confiado al cuidado de nuestros gobernantes. Que debían protegerlo con sagrada reverencia, como mínimo. En lugar de eso, ¿qué hemos comprobado? ¿Qué nos hemos acostumbrado a ver como si fuera el funcionamiento normal del mundo, sin otra opción? Hemos visto el abandono de este Estado en beneficio de intereses mezquinos, de una política cínica, estrecha de miras, delirante.

Lo que ocurre en este momento materializa el precio que Israel paga por haberse dejado seducir, durante años, por una dirección corrupta, que lo ha precipitado por una pendiente peligrosa, que ha desmembrado las instituciones del derecho y la justicia, los sistemas militares y educativos; que se ha mostrado dispuesta a poner en peligro su existencia para evitar que el primer ministro acabe en prisión.

Vale la pena reflexionar sobre aquello a lo que hemos contribuido durante años. Pensemos en la cantidad de energía, de reflexión y de dinero que hemos desperdiciado ante el espectáculo de la familia Netanyahu, con todo su drama a lo Ceausescu. En los grotescos trucos de prestidigitación que esta familia ha realizado ante nuestra mirada atónita.

En los últimos nueve meses, como sabemos, millones de israelíes se han manifestado cada semana contra el Gobierno y su jefe. Un proceso de una importancia incomparable que pretendía devolver a Israel a sí mismo, a la idea grandiosa y sublime, a su ideal inicial: fundar un Estado, hogar nacional del pueblo judío. Y no solo un hogar: millones de israelíes deseaban crear un Estado liberal, democrático, amante de la paz, pluralista, respetuoso de las creencias de cada individuo. En lugar de escuchar lo que el movimiento de protesta insinuaba, Netanyahu ha preferido descalificarlo, tacharlo de traidor, incitar al odio contra él, atizar el odio entre los bandos. Pero todo el tiempo, en cualquier ocasión, proclamaba lo poderoso y decidido que era Israel, y, sobre todo, preparado, preparado para detener cualquier amenaza.

Que se lo digan ahora a los padres rotos de dolor y al bebé arrojado a una cuneta. Que se lo digan a los rehenes, a quienes reparten como golosinas humanas entre las diferentes facciones. Que se lo digan a sus votantes. Que se lo digan a las 80 brechas en el muro más perfeccionado del mundo. Pero tenemos prohibido cometer errores y sembrar la confusión; a pesar de toda la ira contra Netanyahu, sus secuaces y su comportamiento, el horror de estos días no lo ha perpetrado Israel. Hamás es el autor. Desde luego, la ocupación constituye un crimen, pero maniatar a centenares de civiles, niños y padres, ancianos y enfermos, y pasar de uno a otro para dispararles a sangre fría es un crimen más atroz. Incluso en la jerarquía del mal hay una especie de “escala”. Hay grados de severidad del mal que el sentido común y el sentimiento natural saben distinguir. Y cuando observamos la masacre de la rave Tribe of Nova, cuando vemos a los terroristas de Hamás salir a toda velocidad en sus motocicletas persiguiendo a jóvenes, algunos de los cuales siguen bailando sin darse cuenta de lo que sucede, cuando vemos cómo los abaten, los persiguen como a animales salvajes y los ejecutan con aullidos de alegría…

No sé si deberíamos llamarlos “bestias salvajes”, pero, sin ninguna duda, han perdido el lado humano.

Estos días y estas noches somos como sonámbulos. Esforzándonos para no dejarnos tentar y ver vídeos del horror, escuchar rumores; sintiendo cómo nos embarga el miedo de aquellos que, por primera vez desde hace 50 años —desde la guerra de Yom Kipur— toman conciencia del pánico de aquel para quien una posible derrota ya está marcada por un estigma inicial.

Qué seremos cuando resurjamos de las cenizas y volvamos a nuestra existencia y conozcamos en carne propia la tristeza de la sobria frase del poeta Haim Gouri tras la guerra de Independencia: “Qué numerosos son los que ya no están con nosotros”. Qué seremos, qué seres humanos, después de estos días, después de haber visto lo que hemos visto. ¿A partir de qué podremos empezar de nuevo después de esta catástrofe y de la pérdida de tantas cosas en las que creíamos, en las que confiábamos?

Una apuesta: después de la guerra, Israel estará mucho más a la derecha, agresivo, y también racista. La guerra que se nos ha impuesto graba en su conciencia los estereotipos y los prejuicios más extremistas y más odiosos que dictan —y que dictarán y profundizarán— las características de la identidad israelí. Identidad que en adelante abarcará a la vez el trauma de octubre de 2023, el contenido de la política y la gobernanza de Israel. La polarización, el desgarro interior.

El 7 de octubre de 2023, ¿se perdió para siempre, o congelada durante unos años, la remota posibilidad de un diálogo auténtico, de aceptación de la existencia de otro pueblo? ¿Y qué dicen los defensores de esa idea delirante de un “Estado binacional”? ¿Alguien cree aún que estos dos pueblos, Israel y los palestinos, dos pueblos a los que la guerra interminable ha pervertido, incapaces de ser siquiera primos el uno del otro, podrían ser hermanos siameses? Se necesitarán muchos años, años sin guerras, para que sea posible pensar en la aceptación. Entretanto, solo podemos suponer la magnitud de los miedos y los odios derramados sobre el terreno de la realidad. Espero, ruego, que haya en Cisjordania palestinos que, a pesar de su odio hacia el Israel ocupante, se distancien, por sus actos o su condena, de lo que han cometido algunos miembros de su pueblo. Yo, como israelí, no tengo ningún derecho a predicar la moral ni a dictarles su comportamiento. Pero, como hombre, como ser humano, tengo todo el derecho —y el deber— de exigirles una actitud humana y ética.

Hace dos semanas, el presidente de Estados Unidos, el primer ministro de Israel y el príncipe heredero de Arabia Saudí evocaban con entusiasmo un acuerdo de paz entre Israel y Arabia Saudí. Se suponía que un acuerdo de este tipo reforzaría los pactos de normalización entre Israel, Marruecos y Emiratos. Los palestinos cuentan muy poco en estos acuerdos. Netanyahu, arrogante y rebosante de confianza en sí mismo, logró —según sus propias palabras— separar el problema palestino de las relaciones de Israel con los países árabes.

Este acuerdo también está ligado a lo que ocurrió durante el sabbat negro entre Gaza e Israel. La paz que él quería crear es una paz para ricos. Un intento de obviar el foco del conflicto. Los últimos días son la prueba de que es imposible empezar a remediar la tragedia de Oriente Próximo sin proponer una solución que alivie la carga de los palestinos.

¿Somos capaces de alejarnos de las fórmulas rutinarias y comprender que lo que ha ocurrido aquí es demasiado grande y temible para referirse a ello según paradigmas manidos? Ni siquiera la conducta y los crímenes de Israel en los territorios ocupados durante 56 años pueden justificar o atenuar lo que se ha revelado ante nuestros ojos. Hablo del odio abismal hacia Israel, de la dolorosa certeza de que nosotros, los israelíes, tenemos que vivir aquí con una vigilancia suprema y en permanente movilización para la guerra. A partir de un esfuerzo incesante por ser Atenas y Esparta a la vez, y a partir de una duda existencial respecto a la posibilidad de que algún día quizá podamos llevar una existencia normal, libre, sin amenazas ni miedos. Una vida estable y protegida. Una vida que podría tener un nombre: hogar.

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