El limbo como tapadera
Quizá lo que nunca aprendemos es a aceptar que los accidentes suceden y que entonces la única manera de sacudirse la culpa es saber que las cosas se estaban haciendo bien
Cuando sucede una tragedia como la de las discotecas de Murcia, donde murieron 13 personas en un incendio, abrazamos una dosis de cinismo casi insoportable. Justo antes de que estallara la pandemia por la covid y...
Cuando sucede una tragedia como la de las discotecas de Murcia, donde murieron 13 personas en un incendio, abrazamos una dosis de cinismo casi insoportable. Justo antes de que estallara la pandemia por la covid y llegara el confinamiento, corría por las redes un vídeo exitoso donde desde posiciones ultraliberales se clamaba contra la aparatosidad del Estado. Se le comparaba con un elefante que solo comía recursos y apenas servía para nada, anquilosado y caduco. Reducir el Estado es una de las recetas económicas más atrayentes. Sin embargo, en la crisis, todos corrimos a demandar una solución rápida, eficaz, costara lo que costara. Y resulta que no teníamos mascarillas sanitarias, ni respiradores, ni espacio, ni personal. Algunos hicieron negocio rápido de esa carencia. El vídeo desapareció por un rato, pero pasado el miedo volvieron las exigencias de libertad y autonomía. A eso se le llama la valentía del día después. La Administración sabe perfectamente manejarse en un limbo de simulación de control, por el cual se produce una vigilancia, pero también una permisividad calculada. Lo suficiente para que cuando pasa algo puedan eludirse las responsabilidades, pero mientras no pasa nada no se interfiera en el negocio de los avispados.
Las peticiones de un sector de enorme éxito electoral reivindican que el papel del Estado desaparezca frente a la autogestión del mercado. Todos los permisos, inspecciones y regulaciones le resultan incómodos y un atentado a la salud del negocio. Ahora bien, cuando sucede la tragedia vuelve el reclamo de ese control. Y así podríamos encadenarnos a este círculo vicioso de por vida. Responde al infantilismo de la época por el cual papá tiene la culpa de todo, tanto por estar como por no estar. La regulación, por más que es incómoda y en algunos momentos molesta, aporta una cierta cordura, si no cae en lo kafkiano, a modelos de negocio arrebatados. Todos conocemos en las grandes ciudades cómo locales de ocio están abiertos sin permiso de manera regular, porque la caja que se hace durante el limbo administrativo bien compensa una multa e incluso el abandono del negocio cuando ya se agota la paciencia de vecinos o de la propia Administración. Es un limbo de espera en el que parece no pasar nada hasta que pasa.
Nos encanta la prevención a tiro pasado. En Argentina, en estas semanas, el candidato con más posibilidades de ganar expande la seducción entre el electorado con una receta basada en reducir el papel enorme del Estado como vigilante y protector. Habla de suprimir ministerios como uno renunciaría a gastos caprichosos. Supongo que sus votantes ya no guardan el recuerdo de aquella tragedia de la discoteca Cromañón, que tiñó de carbón unas Navidades en Buenos Aires. Entonces todo era reclamación de responsabilidades, control, autoridad municipal, regulación, inspección. Exactamente lo contrario de lo que votarán bien pronto. El elefante tiene mala prensa, hasta que hay que cruzar las aguas pantanosas bien aferrados y sentaditos sobre su lomo.
Nadie se cree los aspavientos generalizados de los días después de un incendio mortal, porque protegemos ese limbo donde nada pasa. Quizá lo que nunca aprendemos es a aceptar que los accidentes suceden y que entonces la única manera de sacudirse la culpa es saber que las cosas se estaban haciendo bien. La tragedia existe, lo imperdonable es nuestra colaboración en sus preparativos.