Parlamentarismo mutante
En la era de la fragmentación política, los procedimientos constitucionales del Congreso para elegir o censurar al Gobierno se han transformado en un teatro orientado a la contienda electoral
La constatación del fracaso de la investidura de Alberto Núñez Feijóo, esa crónica de una muerte anunciada ya desde el momento de su propuesta, ha vuelto a poner de manifiesto la severa dificultad con la que se topa nuestro sistema parlamentario para forjar mayorías de gobierno. No lo tendrá tampoco fácil Pedro Sánchez cuando sea propuesto por el Rey como nuevo candidato. ...
La constatación del fracaso de la investidura de Alberto Núñez Feijóo, esa crónica de una muerte anunciada ya desde el momento de su propuesta, ha vuelto a poner de manifiesto la severa dificultad con la que se topa nuestro sistema parlamentario para forjar mayorías de gobierno. No lo tendrá tampoco fácil Pedro Sánchez cuando sea propuesto por el Rey como nuevo candidato. Las exigencias maximalistas planteadas por las fuerzas independentistas catalanas (amnistía y referéndum de autodeterminación) y su complejo —cuando no imposible— encaje constitucional así lo acreditan. Sin entrar en especulaciones sobre si el acuerdo se logrará, lo cierto es que a partir del 29 de septiembre ha empezado a correr el plazo constitucional de dos meses establecido para superar la investidura. De no lograrse, se disolverán automáticamente las Cortes y se convocarán nuevas elecciones. Una situación que ya se produjo tanto en 2016 como en 2019, cuando ninguno de los candidatos presentados obtuvo el respaldo de la Cámara baja.
Con el acceso de nuevas fuerzas políticas al Congreso a partir de 2015, primero los partidos de la “nueva política” (Podemos y Ciudadanos) y más tarde, la ultraderecha de Vox, se produjo un evidente efecto de reforzamiento del pluralismo de la representación popular. Esta circunstancia, siempre saludable desde una perspectiva democrática, ha venido acompañada, sin embargo, de un efecto de notable fragmentación política, así como de una polarización creciente. Como efecto inducido, se ha generado una dinámica de permanente enfrentamiento que lastra profundamente el diálogo y la consecución de acuerdos no solo entre fuerzas opuestas, sino también en el seno de la mayoría de apoyo al Gobierno. Un contexto de confrontación que, por lo demás, conduce a la teatralización de los debates parlamentarios, tendiendo a despojarlos de su sentido deliberativo como fundamental herramienta para propiciar una dialéctica institucional constructiva.
En el trasfondo de esta situación es posible constatar que esenciales instrumentos de nuestro parlamentarismo están experimentando una significativa transformación práctica, alejándose progresivamente de su sentido constitucional. Así sucede con la sesión de investidura, un mecanismo cuya función no es otra que el candidato a la presidencia del Gobierno exponga su programa de acción política ante el Congreso, buscando recabar el respaldo de su mayoría. El reciente debate de investidura, sin embargo, ha mostrado un contenido que lo aleja de tal propósito, habiendo adoptado un perfil que lo asemeja más al que es propio de una moción de censura. Y es que el discurso realizado por el candidato Núñez Feijóo, aunque ya no apeló al mantra electoral de “derogar el sanchismo”, centró su principal objetivo no tanto en desgranar propuestas propias de actuación, sino ante todo en desautorizar y cuestionar la labor del Gobierno todavía en funciones. En consonancia con tal enfoque, la respuesta del Grupo Socialista —que, en un alarde de falta de cortesía institucional, no corrió a cargo del presidente del Ejecutivo ni del portavoz del grupo parlamentario—, se centró fundamentalmente en cuestionar al aspirante a la presidencia del Gobierno. El posterior debate con representantes de otros grupos políticos tampoco logró reconducir los términos de la discusión al terreno que es propio de una sesión parlamentaria cuyo objetivo es conferir legitimidad de origen a quien accede a la jefatura del Gobierno, no cuestionar al saliente.
Un efecto similar de alteración funcional se ha constatado recientemente con respecto a la moción de censura, un instrumento cuya finalidad es derribar al Gobierno y formar otro diverso, lo que se consigue si quien la propone cuenta con el apoyo de la mayoría absoluta del Congreso de los diputados. A salvo de la moción de censura planteada contra Mariano Rajoy en 2018, que logró salir adelante, los restantes intentos fracasaron. Conscientes de la dificultad de alcanzar la mayoría requerida, esas mociones de censura tenían como finalidad principal erosionar al Ejecutivo, mostrando a la opinión pública una alternativa política cuya viabilidad no se dirimía inmediatamente en el Congreso sino, llegado en el momento, en las urnas. Apartándose de esta lógica predominante, las dos últimas mociones de censura que han tenido lugar, ambas promovidas por Vox en 2020 y 2023, han perseguido no la caída del Gobierno, algo imposible teniendo en cuenta la aritmética parlamentaria sino, antes bien, marcar diferencias políticas con el Partido Popular, en tanto que su directo competidor electoral. De este modo, el centro de la acción parlamentaria aparece focalizado en el ámbito de la oposición y no del Ejecutivo.
Las dinámicas expuestas conducen a desdibujar los mecanismos parlamentarios aludidos, justamente aquellos que permiten conferir y retirar la confianza al Ejecutivo por parte del Congreso. Todo ello, con un sustento puramente material y al margen de la reforma de la Constitución o de los reglamentos de las Cámaras. De este modo, parece estar abriéndose paso en la realidad una suerte de parlamentarismo mutante que sigue sus propios derroteros, arrojando una imagen más propia de los espejos de Valle-Inclán que de la que recoge el texto constitucional.