Marruecos me duele

Si una catástrofe natural es un desastre siempre, cuando golpea lugares que ya padecen déficits estructurales, la sensación de impotencia y desamparo es todavía más abrumadora

Edificios derruidos por el terremoto.Javier Picazo (EFE)

El encanto de la medina de Marraquech, con sus imbricadas callejuelas y los edificios ocres que dan fe de cómo se debió vivir antaño en la ciudad imperial, se convirtió en una peligrosa trampa cuando el temblor del viernes por la noche sacudió paredes y techos, restaurantes perfumados de especias, las tiendas de artesanía con alfombras colgando en sus patios interiores, riads de altos zócalos de azulejos policromos. Ya han fallecido más de mil...

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El encanto de la medina de Marraquech, con sus imbricadas callejuelas y los edificios ocres que dan fe de cómo se debió vivir antaño en la ciudad imperial, se convirtió en una peligrosa trampa cuando el temblor del viernes por la noche sacudió paredes y techos, restaurantes perfumados de especias, las tiendas de artesanía con alfombras colgando en sus patios interiores, riads de altos zócalos de azulejos policromos. Ya han fallecido más de mil personas y hay centenares de heridos graves. Vemos a los turistas desconcertados, descubriendo una vez más una sociedad marroquí en apariencia caótica y desorganizada que, si sigue siendo como yo la conocí, también tiene la extraña capacidad de aglutinarse en momentos trágicos como este para el socorro mutuo. Tal vez porque la familia, el grupo, el barrio y el pueblo siguen siendo las más sólidas estructuras de apoyo, mucho más fiables que el mahzen. O porque hablamos de un país con una estructura estatal mínima en la que muchos ciudadanos no tienen acceso a la sanidad por no poder pagársela. Por esto, si una catástrofe natural es un desastre humano siempre, en los casos en que asola sitios que ya padecen déficits estructurales, la sensación de impotencia y desamparo es todavía más abrumadora.

No me cuesta imaginar a las señoras de cierta edad agarrándose la cabeza con ambas manos mientras invocan a Mulley Abdel Kadel Al-Jilali, santón del que se acuerdan nuestras mayores en momentos de infortunio y desolación. Aunque yo estoy muy lejos, puedo ver a los piadosos chasqueando la lengua mientras bisbisean oraciones pidiendo que el Todopoderoso se apiade de nosotros. No es raro que ante el desastre se acreciente el sentido fatalista de la vida y la gente se pregunte por qué tanta desgracia, por qué tanta destrucción. No faltará el fundamentalista que aproveche la oportunidad de recordar a quienes se salieron de la recta senda del islam verdadero que esto no es más que un aviso de lo que nos espera después del Juicio Final.

Casi en directo hemos visto las terribles consecuencias del seísmo en la famosa ciudad. Fuera de foco quedan las aldeas con casas aisladas o pequeños núcleos de edificaciones rudimentarias sin cimientos, construidas muchas de ellas con adobe por las propias familias. El déficit de comunicaciones terrestres hará más difícil el socorro a la población rural que, de nuevo, sentirá que depende de ella misma y de nadie más para sobreponerse al desastre.

Imzuren, en 2004, resuena en mi memoria. Quisiera que todo hubiese cambiado en este Marruecos que dicen los economistas que va mejor que nunca, pero, por muy fuerte que sea mi deseo, no puedo dejar de tener en cuenta a quienes regresaron hace poco de mi país de nacimiento y repiten el acostumbrado resumen sobre su estado: “Marruecos es Marruecos, no cambia”. Ojalá se equivoquen y esta vez, a diferencia de lo que pasó en el terremoto de Alhucemas, las ayudas de la solidaridad internacional y de los marroquíes en el extranjero encuentren vías seguras para llegar a los afectados y no perderse por el camino.

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