Meditaciones a partir de una mudanza
La diferencia entre los años que vienen y los que han pasado es el vértigo de saber que ya no hay tiempo para todo. No es distinto, acaso, lo que nos pasa con la gente
Por estos días terminé de empacar, en 152 cajas de cartón, los libros de mi biblioteca, y lo primero que se me vino a la mente cuando se cerró la última caja fue una frase que le escribió Flaubert a Louise Colet, su amante ocasional y su cómplice literaria: “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”. Yo no llegué a contar los míos, porque en una mudanza no hay tiempo para esos cuidados de neurótico, y mucho menos cuando lo que se empaca no es una biblioteca, sino 11 años...
Por estos días terminé de empacar, en 152 cajas de cartón, los libros de mi biblioteca, y lo primero que se me vino a la mente cuando se cerró la última caja fue una frase que le escribió Flaubert a Louise Colet, su amante ocasional y su cómplice literaria: “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”. Yo no llegué a contar los míos, porque en una mudanza no hay tiempo para esos cuidados de neurótico, y mucho menos cuando lo que se empaca no es una biblioteca, sino 11 años de vida en los cuales cada objeto tiene su historia y parece desesperado por contarla. Y a veces hay que detenerse y ponerle atención: nuestras cosas saben de nosotros verdades que nosotros ignoramos, y es mucho lo que podemos aprender de lo que somos, o de la persona en que para bien o para mal nos hemos convertido, cuando recordamos de dónde salieron y cuánto tiempo han pasado con nosotros, y sobre todo cuando decidimos si las llevamos a un destino nuevo o las condenamos sin misericordia al basurero del olvido.
Pero me desvío. Decía que no sé cuántos libros puse en esas cajas que cruzarán el Atlántico, pero sí que dejé atrás una cuarta parte, por lo menos, de la colección que se me ha ido acumulando desde que me fui de esa misma ciudad por primera vez, hace 27 años; y al hacerlo tuve que rendirme a una revelación que nunca, en ninguna de las cuatro mudanzas totales que he hecho en mi vida itinerante, cerrando una vida para siempre y abriendo una nueva en un lugar distinto, me había asaltado con tanta fuerza: hay libros que ya nunca voy a leer. Parece una circunstancia banal, pero todo lector de verdad llega tarde o temprano a un momento de su madurez cuando comienza a hacer cuentas, y se da cuenta de que puede saber, con poco margen de error, cuántos libros caben en el tiempo que le queda de vida. Yo llevo poco más de 30 años leyendo literatura de la forma en que lo hago hoy en día, no como pasatiempo sino como vicio incurable; y, salvo accidente o enfermedad azarosa, nada me impide creer que me quedan otros 30 años de lectura. La diferencia entre los años que vienen y los que han pasado es el vértigo de saber que ya no hay tiempo para todo.
No es distinto, acaso, lo que nos pasa con la gente. El tiempo es limitado, y yo he comprendido que solo puedo gastar el mío con dos tipos de personas: las que me enriquecen y las que me necesitan. Pero estas son palabras amplias en las que caben muchas cosas, desde las amistades probadas a lo largo de varios años hasta las más recientes (que no precisan de mucho tiempo para instalarse en nuestras vidas con la descarada solidez de lo imprescindible), pasando por los minutos breves que compartimos con un desconocido interesante; y muchos suelen serlo si uno sabe mirar con atención y escuchar con interés genuino, y si no apaga la imaginación, que es la única herramienta que tenemos para entrar en la vida escondida de los otros. En esas vidas secretas, en las vidas ocultas o recónditas de la gente con la cual nos cruzamos todos los días, siempre está ocurriendo algo interesante. Cualquier encuentro, si uno tiene los sentidos despiertos y la curiosidad no está en modo avión, puede abrir una ventana hacia las habitaciones ajenas donde podemos ver, cada uno de nosotros, cómo viven los demás su vida entera.
Su vida entera: así lo dijo Ford Madox Ford, el autor de esa maravilla que es El buen soldado, un libro de 1915 que en nuestra lengua se conoce o se lee menos de lo que nos gustaría a sus proselitistas irredentos. (Cada vez que Rodrigo Fresán recluta a un nuevo lector, por ejemplo, me lo cuenta con el mismo orgullo con que suele dar la noticia de haber terminado un nuevo libro). Se trata de una novela breve y bellísima cuyos logros se pueden medir con su primera frase: “Esta es la historia más triste que he oído jamás”. Así es: pues el hecho de que el resto de las páginas estén a la altura de esas palabras atrevidas, de que sean capaces de no desmerecer ni quedar en ridículo, es la mejor carta de recomendación que se me ocurre. La novela habla entre muchas otras cosas de la dificultad insondable de conocer a los demás, o de la inutilidad de nuestros juicios, que siempre son precarios, o de lo sorprendentes e impredecibles que son los otros seres humanos, y no siempre para bien (o casi nunca). “No sé nada –nada en absoluto– del corazón humano”, dice Dowell, el narrador de la novela. Lo que nos cuenta es una indagación, hecha al azar de las revelaciones y los descubrimientos, en los secretos de los otros, lo que callan u ocultan, todo lo que se mueve detrás de sus máscaras y sus imposturas; y mientras cuenta la historia de los otros, los lectores nos vamos percatando de que tampoco él, ese narrador, es como sospechábamos: también él tiene otra cara.
Me gustan las ficciones que son también una metáfora de la lectura de ficción: que ponen en escena, de formas indirectas o laterales, nuestra curiosidad insaciable por las vidas de los otros. Por supuesto que uno nunca sabe con total certeza por qué acaba dedicándose a escribir novelas, aunque los novelistas nos llenemos la boca frecuentemente con palabras largas y grandilocuencias bien estudiadas, pero una de las razones más claras para leerlas debe ser esa insatisfacción insoportable: tenemos solamente una vida y estamos encerrados en ella, fatalmente condenados a mirar el mundo desde el mismo lugar —desde los mismos ojos, desde la misma conciencia— hasta el día de nuestra muerte. La lectura de ficción, aparte de un vicio de justificación difícil (pero que no debería necesitar justificación ninguna, como no la necesita ningún vicio que se respete), es una de las pocas maneras medianamente eficaces que hemos inventado los seres humanos para lidiar con los crueles límites de nuestras existencias monótonas y confinadas: para tener más vidas, sí, para ser otros, para saber hasta donde pueda saberse cómo es vivir siendo otra persona.
Si no me equivoco, es la misma razón por la que la gente toma hongos o se droga de otras formas, o lleva vidas paralelas (la exploración, como decía el poeta Robert Frost, de los caminos que no hemos tomado), o cierra una vida en un lugar para inventarse una nueva en otro, a veces haciéndolo por su cuenta y riesgo, a veces llevándose consigo a toda su familia. La insatisfacción nos agobia de mil maneras distintas, y de distintas maneras respondemos. Creo que era Harold Bloom el que decía que la ficción no sería necesaria si los seres humanos viviéramos 150 años: pues en vidas más largas podríamos tal vez conocer a personas suficientes para saciar nuestra sed de experiencia, o por lo menos conoceríamos mejor a los que conocemos someramente en nuestras vidas limitadas. Pero no tenemos esos años de más: nuestras vidas son cortas; peor aún, son una sola. Para vivir cuanto queremos vivir, para entendernos y entender a los otros tan bien como quisiéramos, tenemos pocas facultades. “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”, escribe Flaubert. ¿Cuáles son? Yo sé cuáles son los míos. Pero sé también que no serán los de otra persona.