Por qué votar

El 23-J no está en juego la posibilidad de un cambio de ciclo, sino del hachazo a un proyecto y una etapa aún en desarrollo

Una persona deposita su voto en la urna en un colegio electoral, el 28 de mayo de 2023, en Madrid.A. Pérez Meca (Europa Press)

El último Gobierno del Partido Popular, 2011-2018, estuvo asociado a tres grandes problemas. Una corrupción sistémica que afectó a toda su estructura, desde sus baluartes territoriales hasta su cúpula en Génova. Un modelo nacional excluyente que sirvió de coartada al independentismo catalán a la hora de emprender su fuga. Un proyecto económico anclado en la especulación inmobiliaria que, frente a su hundimiento, sólo opuso el recorte de servicios públicos y la precarización de las relaciones ...

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El último Gobierno del Partido Popular, 2011-2018, estuvo asociado a tres grandes problemas. Una corrupción sistémica que afectó a toda su estructura, desde sus baluartes territoriales hasta su cúpula en Génova. Un modelo nacional excluyente que sirvió de coartada al independentismo catalán a la hora de emprender su fuga. Un proyecto económico anclado en la especulación inmobiliaria que, frente a su hundimiento, sólo opuso el recorte de servicios públicos y la precarización de las relaciones laborales.

Tras la moción de censura a Mariano Rajoy, bolso en el escaño, espantada al Arahy, nadie dentro de los populares pareció reflexionar en torno a estas tres grandes cuestiones. Cómo su corrupción fue algo más que indecencia individual, cómo el procés se contempló como un rentable choque de trenes y cómo el crecimiento de un país es inútil si se basa en la desigualdad. En vez de intentar dar una solución a esta tríada disfuncional, curarse como organización, el PP decidió elegir un atajo para volver a La Moncloa.

Ese desvío consistió en elegir a un líder, Pablo Casado, que les prometió recuperar la grandeza acabando con los complejos del partido, es decir, con los principios liberales que solo unos cuántos se creían pero que valían como bozal a otros muchos. Inercia de época, una marcada por el trumpismo y el Brexit. No encontraron respuesta a la Gürtel, no pensaron cómo entenderse con la periferia, no fueron más allá de las rebajas fiscales, pero sí aprendieron a saltar con destreza unas cuántas líneas rojas. Entre ellas la de ilegitimar el sistema electoral, no renovar el CGPJ y blanquear a la extrema derecha.

Según la mayoría de las encuestas, el atajo funcionó: quien mida la política tan solo en términos de beneficio electoral le debe una disculpa a Casado. Por contra, quien entienda la política como la búsqueda racional de la administración de una sociedad debería estar preocupado. No estamos hablando de un cambio de ciclo, es decir, de cómo el agotamiento del proyecto de un partido en el poder da paso, naturalmente, a una oposición con nuevas propuestas que concitan la ilusión de los electores. Estamos hablando del hachazo a una etapa aún en desarrollo.

La coalición progresista ha cometido errores en estos últimos cuatro años: la ley del solo sí es sí, no enfrentar la carestía de la vivienda y eludir las explicaciones en el giro de nuestra relación con Marruecos. Por contra, una provechosa relación con Europa, una brillante legislación laboral y la reforma de las pensiones marcan los puntos positivos. La balanza de la legislatura entre aciertos y errores puede dar como resultado un cierto desgaste, uno que soporta además varias crisis inéditas, pero que no justifica por sí misma el cambio de ciclo.

El Partido Popular no ha presentado un programa a esta cita electoral, sino una exitosa táctica de asalto basada en el desprestigio artificial, casi fanático, en torno a la figura de Pedro Sánchez. Lo peor no son las hipotecas que han contraído con el coro de agitadores que han diseñado esta confusión, ni siquiera que parte de sus pulsiones sean ya indistinguibles de las de Vox, lo peor es que este incendio les ha dejado exentos de ser mejores, aunque sea un ápice, de lo que eran cuando salieron de su anterior experiencia de gobierno.

Es la primera vez que en España estamos a las puertas de una nueva etapa donde quien puede tener la obligación de encabezarla carece de una hoja de ruta sobre cómo hacerlo. Los memes no confeccionan presupuestos, las mentiras no crean puestos de trabajo e invocar a una banda terrorista extinta no garantiza salir victorioso de una negociación en Bruselas. Han talado los árboles a tal velocidad que apenas les ha quedado tiempo para pensar qué van a hacer con la madera. Una que es la de todos.

Un informe del gabinete económico de Comisiones Obreras explicaba, la pasada semana, cómo entre finales de 2019 y principios de 2023 se crearon casi un millón de empleos. Lo novedoso es que la mayoría fueron en ocupaciones de alta cualificación, es decir, que el tan ansiado cambio en nuestro modelo productivo está empezando a producirse. La actualidad electoral obvió por completo este informe, anticipando lo que puede suceder el próximo 23-J: que los chascarrillos sobre ETA pesen más que nuestro futuro.

Votar es un deber cívico en todas las elecciones, en estas votar a opciones progresistas es una tarea ineludible para evitar algo peor que un retroceso. Los electores más indecisos se sitúan esta vez en la izquierda, titulaba hace unos días este periódico. La palabra con la que solventar esta indecisión no es remontada, sino oportunidad, aquella que se dejará escapar y que costará mucho hacer volver. Una que puede marcar este 2023 como el año en que dejamos escapar la ocasión de ser un país que se sitúe a la vanguardia de los cambios, no de las regresiones.

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