Perdemos todas
Nos hemos convertido en rehenes de la ola emocional creada por la ultraderecha y va siendo hora de que nos demos cuenta
Cabalgamos una ola emocional. Lo llamamos trumpismo, pero Trump fue la causa, no la consecuencia: después de Trump, continúa. Ahí van tres ejemplos. Tras el careo entre Sánchez y Feijóo, preguntaron a Yolanda Díaz en televisión: “¿A qué mentiras se refiere usted? En todo caso hubo medias verdades por parte de ambos candidatos”. La frase me impactó por la facilidad con que aceptamos la men...
Cabalgamos una ola emocional. Lo llamamos trumpismo, pero Trump fue la causa, no la consecuencia: después de Trump, continúa. Ahí van tres ejemplos. Tras el careo entre Sánchez y Feijóo, preguntaron a Yolanda Díaz en televisión: “¿A qué mentiras se refiere usted? En todo caso hubo medias verdades por parte de ambos candidatos”. La frase me impactó por la facilidad con que aceptamos la mendacidad en política. Cierto que los políticos han mentido siempre; lo que ha cambiado es nuestra tolerancia. Y no hablo solo de la extrema derecha, sino del cambio que hemos vivido los ciudadanos, normalizando las medias verdades y no exigiendo honestidad y rigor a quien debe contarnos su proyecto y confrontarlo con su oponente. Será porque las medias verdades crean percepciones y eso, al final, es lo que queda: queremos que nuestras percepciones calen. ¿En qué se diferencia entonces la política del mero espectáculo? Volví al librito de Matthew d’Ancona sobre la posverdad, donde explica cómo el populismo simplifica la realidad apretujando datos para eliminarlos por completo y, con ello, la realidad misma. Y de cómo el periodismo debe responder mostrando la complejidad, los matices y las paradojas de la vida pública, “regando las raíces de la democracia con un aporte constante de noticias fiables”. Todo lo demás es favorecer el marco de sospecha que sabotea nuestra confianza en el sistema.
Y así llegamos al segundo ejemplo. Quienes afirmaban el 28-M que se urdía un pucherazo ponen hoy en duda el voto por correo diciendo que el Gobierno lo sabotea. No hace falta arremeter contra el proceso electoral: basta con inocular confusión en la ciudadanía. Se hace con el consenso científico sobre el cambio climático o los temas de género. Y aquí va mi tercer y definitivo ejemplo: los perdedores de la globalización, quienes no pueden utilizar sus viejos coches porque contaminan y con quienes se ceban los nuevos desafíos, arrasando con sus empleos, sus casas, hasta con sus matrimonios. Michael Moore los definió describiendo a esos votantes de Trump que querían “enviar el ‘que os den por culo’ más grande de la historia de la Humanidad”. Las feministas los hemos situado en una perenne condición de privilegio, homogeneizándolos como opresores mientras la ultraderecha les ofrece empatía para canalizar su ira. Es ahí donde “están reclutando un ejército de hombres”, como dice Clara Serra al hablar del feminismo conciliador.
¿Queremos estar a la defensiva frente a esa espiral emocional o preguntarnos qué pasa con esos hombres y por qué su ira solo la canaliza la extrema derecha? ¿Queremos desactivar esa reacción o entrar en el juego sentimental de la derecha para dividirnos? ¿Seguiremos caricaturizando visceralmente las propuestas que también vienen del propio feminismo? Mientras nos miramos el ombligo, Vox apela al enfado de las mujeres con la Ley del sí es sí para proponer la vieja lógica de protección masculina, un falso cobijo frente a los violadores que salen de la cárcel. Nos hemos convertido en rehenes de la ola emocional y va siendo hora de que nos demos cuenta. Porque perdemos todas.