Contra el miedo

Las amenazas que alienta la extrema derecha son el gran enemigo al que se enfrenta la democracia en las próximas elecciones generales tanto en España como a nivel internacional

Manifestación en Arguineguín, Gran Canaria, el pasado mes de noviembre contra la inmigración irregular, secundada por Vox.Javier Bauluz

La reciente convocatoria de las elecciones generales para final del mes que viene se ha colocado como una disyuntiva casi de época, tanto a nivel español como internacional. Son de estos días los editoriales de periódicos internacionales importantes que subrayan cómo lo que se juega en España este verano en definitiva es la configuración del futuro político continental, de cara también a las elecciones europeas de la primavera que viene. ¿Es p...

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La reciente convocatoria de las elecciones generales para final del mes que viene se ha colocado como una disyuntiva casi de época, tanto a nivel español como internacional. Son de estos días los editoriales de periódicos internacionales importantes que subrayan cómo lo que se juega en España este verano en definitiva es la configuración del futuro político continental, de cara también a las elecciones europeas de la primavera que viene. ¿Es pensable que siga e incluso se consolide la experiencia de los gobiernos de coalición progresistas y europeístas, abiertos, redistributivos y atentos al fortalecimiento de los derechos del conjunto de la ciudadanía? ¿O bien se asistirá a la llegada —en España también, después de Italia—, de la extrema derecha al Gobierno, de la mano de una supuesta derecha democrática que parece haber asumido el grueso de su agenda política? De las respuestas a estas preguntas dependerá, por ejemplo, una cosa tan importante como es la política de alianzas en el próximo Parlamento Europeo, con todo lo que ello implica en un contexto sumamente difícil, marcado por la guerra en Ucrania y por la crisis energética.

Y, evidentemente, son elecciones decisivas para España. Hay que decirlo claramente: lo que se dirime aquí es si del evidente cambio de ciclo político que tenemos delante se sale con más o menos democracia, con más o menos derechos.

La fase que empezó con la impugnación de 2011 y se plasmó después a partir de 2014 con un cambio radical en la agenda y en el mismo sistema político, se ha cerrado. Dio frutos valiosos: mientras en otras latitudes las réplicas del terremoto de la crisis de 2008 y de la aplicación de las políticas de austeridad generaba cada vez más Salvini y Orbán, en España se han planteado avances decisivos en derechos de las mujeres, de la gente trabajadora, en la definición de políticas contra la emergencia climática. Se construyó una experiencia de gobierno que —pese a todas las dificultades— supo entender y encauzar razonablemente una crisis territorial que, mientras estuvo activa, solo benefició a los nacionalismos, tanto al español como al catalán. Que supo acercar, al menos un poco, la realidad a aquella previsión constitucional que dice que, efectivamente, la vivienda es, por encima de todo, un derecho. Un Gobierno que ha sabido jugar un papel destacado en la política internacional, y, especialmente, en la europea.

Sin embargo, y reconociendo que el balance es a todas luces positivo, no es ni de lejos suficiente para enfrentarse a la encrucijada que ahora tenemos delante. Seguramente por muchas razones. Una de ellas —que ha sido muy comentada— es que en la política de hoy el dato, por sí solo, no consigue matar el relato. Menos un relato tremendista e involutivo que, negando legitimidad a esa experiencia de gobierno, automáticamente erosiona los fundamentos de la democracia. Quizás se trate, más bien, de saber construir el relato a partir del dato, que sí existe. Se diría más: una cantidad apabullante de datos, en diferentes ámbitos.

Otra razón, quizás de más peso, es que el contexto interno y externo ya no tiene nada que ver con el que alumbró esa primera experiencia de Gobierno de coalición. Ni estamos en época de política de austeridad, ni hay impugnación en la calle. Hay una guerra, una inflación galopante y una extrema derecha que ha colonizado el debate público. Lo que hay es, en definitiva, miedo. Al futuro, a no llegar a final de mes, al otro, a la idea de que si repartimos más y para todas las personas (imagínese para aquellas que son percibidas como diferentes de nosotras) habrá menos para mí. Son los signos del tiempo y con ellos las derechas y las extremas derechas juegan a movilizar a la opinión pública. Con estrategias sutiles o con estrategias más burdas. Si no, que le pregunten a la ciudadanía de Barcelona, donde una manifestación —¿pagada con el dinero de quién?— de una empresa opaca y violenta amenazó con alterar el orden público generando miedo en torno a la ocupación de pisos, y se dedicó a insultar a la alcaldesa, sin que ningún otro candidato saliera a defenderla. Es difícil medir las consecuencias exactas de esa manifestación, pero es significativa la movilización electoral espectacular de los sectores conservadores de la ciudad.

En definitiva, no es una extrema derecha abstracta sino el miedo que la alimenta el gran enemigo de la democracia en estos momentos en España. Porque el miedo es la materia prima a partir de la cual se construye el odio. Puede sonar un tanto naíf, pero quizás la estrategia más efectiva —la más directa, sobre todo, la más sólida— es enfrentarse al miedo y proyectar un escenario de más derechos y más democracia.

A poder ser, sin perderse en conflictos incomprensibles para la mayoría, y con una sonrisa en el rostro. Porque es la esperanza lo único que puede ganar al odio.

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