India, “madre de la democracia”

Hay que salir del prisma eurocéntrico dominante y reconocer la contribución de las civilizaciones del subcontinente indio a los fundamentos del pensamiento y la praxis democrática

Nicolás Aznárez

“Madre de la democracia”, uno de los eslóganes con los que el Gobierno indio ha escogido enmarcar su presidencia del G-20 este año y que es, además, el título de un libro publicado en 2022 por el Consejo Indio de Investigaciones Históricas (ICHR); puede sorprender a más de un occidental. ¿Acaso no es Grecia —esto es, la Grecia antigua— la madre de la democracia? A quienes hayan seguido de cerca la evolución de la retórica del Gobierno de Narendra Modi, les sorprenderá menos la expresión. Ya en noviembre de 2020, el primer ministro indio la utilizó en la inauguración de las obras para el nuevo ...

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“Madre de la democracia”, uno de los eslóganes con los que el Gobierno indio ha escogido enmarcar su presidencia del G-20 este año y que es, además, el título de un libro publicado en 2022 por el Consejo Indio de Investigaciones Históricas (ICHR); puede sorprender a más de un occidental. ¿Acaso no es Grecia —esto es, la Grecia antigua— la madre de la democracia? A quienes hayan seguido de cerca la evolución de la retórica del Gobierno de Narendra Modi, les sorprenderá menos la expresión. Ya en noviembre de 2020, el primer ministro indio la utilizó en la inauguración de las obras para el nuevo edificio del parlamento en Nueva Delhi. Y en septiembre de 2021, en su discurso ante la Asamblea de Naciones Unidas, se refirió “a la gran tradición democrática [india] que se remonta a miles de años”, declarándose orgulloso de representar a un país “que se conoce como la madre de la democracia”. La frase no es baladí y merece atención. Si bien, es lo suficientemente ambigua, semánticamente hablando, como para interpretarse de, al menos, dos maneras: bien como una reivindicación del presente político indio, esto es, de su aportación a la democracia en el mundo, maternando a más de 1.400 millones de ciudadanos formalmente libres; o bien como una reivindicación histórica, esto es, reclamar la contribución de las civilizaciones del subcontinente indio a los fundamentos del pensamiento y la praxis democrática.

En The Argumentative Indian (traducido al español como La India contemporánea: entre modernidad y tradición), Amartya Sen expone cómo, durante la etapa colonial, los historiadores europeos, especialmente los británicos, a veces sin proponérselo y otras deliberadamente, fueron construyendo una visión de la historia cultural e intelectual india que sistemáticamente minimiza o ignora sus contribuciones al pensamiento racional y deliberativo. Sen alude a la aportación, por ejemplo, de científicos como Brahmagupta que ya en el siglo VII constató el movimiento de la Tierra y teorizó sobre la fuerza de la gravedad. Pero también se refiere a la “liberalidad” y la heterodoxia que permite el hinduismo en sus textos como “una de sus contribuciones al mundo del pensamiento”. Dicha liberalidad se vería, asimismo, reflejada en una tradición democrática propia, de la cual hay cada vez más evidencia. De acuerdo al historiador Steve Muhlberger, hay pruebas de gobiernos no monárquicos ya en la época de los Vedas, entre 3.000 y 2.000 años antes de Cristo. Aunque, señala el autor, “las polis republicanas fueron más comunes y vigorosas durante el período budista, entre el 600 AC y el 200 DC.” Según el historiador Anant Sadashiv Altekar, dichas repúblicas se encontraban, sobre todo, en el noroeste de la India. Las más fuertes “operaban como gobiernos soberanos”, explica Muhlberger, y tenían fama por poseer una política exterior, una hacienda, un ejército y unas leyes bien desarrolladas. En la literatura budista y bramínica pueden hallarse detalles sobre el funcionamiento de sus asambleas.

A estas repúblicas se refiere también el historiador griego Diódoro Sículus en el siglo I AC, posiblemente reproduciendo el testimonio del geógrafo Megástenes. En el siglo III AC, Megástenes fue embajador heleno en Pataliputra, capital del Imperio Maurya, actual Patna, en el noreste de la India, lo que sugiere que la existencia de gobiernos asamblearios se extendía a todo el norte de la India. Estos ejemplos de referencias griegas a la convivencia entre repúblicas y monarquías en la región no sólo ilustran la diversidad de formas políticas que conoció aquella en la antigüedad. Sirven también para evocar los intercambios de ideas y prácticas que más que posiblemente se dieron entre las civilizaciones del Mediterráneo, Oriente Medio y el subcontinente indio, contrarrestando la idea frecuentemente implícita en los imaginarios históricos dominantes de que cada una de estas antiguas civilizaciones se desarrolló de manera aislada.

Si el reconocimiento de la presencia de una antigua tradición deliberativa y práctica asamblearia en el subcontinente indio contribuiría a cuestionar el prejuicio de un Oriente despótico versus un Occidente democrático, el papel de la democracia india en la actualidad tampoco debe menospreciarse. En su ya clásico The Idea of India, Sunil Khilnani sostiene que la constitución de la democracia india tras la independencia del país en 1947 supondría “el tercer momento del gran experimento democrático iniciado a finales del siglo XVIII con las revoluciones americana y francesa”. Considera el politólogo que la instauración de la democracia india tuvo algo de fortuito en el sentido de que hubo en las élites que se encargaron de sentar sus bases cierto nivel de “inconsciencia” y “despreocupación”. Estas no parecieron anticipar las contradicciones que emergerían de superponer un sistema político igualitario sobre una estructura social inmensamente desigual. Sin embargo, una vez en marcha, afirma Khilnani, el resultado del experimento indio “bien puede convertirse en el más significativo de todos, en parte debido a su escala humana y en parte a su ubicación, una importante cabeza de puente de la agitada libertad en el continente asiático”. Pese a sus particularidades, los retos que afronta la democracia india son los que enfrentan cada vez más democracias en el mundo, señala Khilnani, sólo que en una vasta escala: “la reivindicación de derechos comunitarios y grupales y el uso de la democracia para la defensa de identidades colectivas; la dificultad para mantener uniones políticas multiculturales a gran escala; el apremio por hacer funcionar la democracia pese a la adversidad económica, por sostenerla sin prosperidad”. La India emerge, así, como el espejo en el que Occidente podría mirarse.

Pese a todo lo anterior, concluye Sen, tanto en el imaginario occidental como en la imagen que de sí misma tiene la sociedad india, pervive el concepto de ser una cultura de escasas aptitudes racionales y deliberativas y, por otra parte, grandes dotes espirituales y místicas, como si estas distintas cualidades no fuesen compatibles. Desde una perspectiva global, y en aras de una visión de la democracia más plural y rigurosa, es importante reconocer el legado de las tradiciones deliberativas y asamblearias que pueden hallarse en el subcontinente indio (al igual que en otras regiones del mundo). Sirva, asimismo, este ejercicio para prevenir la instrumentalización política del pasado de unos y otros, esto es, idealizar o sobredimensionar determinadas aportaciones con el solo fin de poder decir “nuestra democracia es más antigua y auténtica que la vuestra”. Pues, no se trata de entrar en una lógica de revancha o competición absurda entre civilizaciones —de antiguos indios contra antiguos griegos, por ejemplo—. De lo que sí se trata es de salir del prisma eurocéntrico predominante, de conocer y reconocer todas las contribuciones a la historia y el legado democrático de la Humanidad y concebir la democracia como algo que hemos construido entre todos.

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