El escándalo te salvará

Los cambios reflejan la pacatería y el provincianismo temporal de nuestra época, pero también que esos autores importan

Un niño leyendo un libro de Roald Dahl.Astrid Riecken (Getty Images)

“No quiero lograr la inmortalidad a través de mi obra. Prefiero la vía de no morirme”, dijo Woody Allen. Es un camino complicado, pero la alternativa no es más sencilla. Los escritores conocidos pasan por un purgatorio y normalmente caen en el olvido, residencia principal del resto de sus compañeros de profesión. En estas semanas ha muerto Fernando Sánchez Dragó, ha cerrado una revista de referenci...

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“No quiero lograr la inmortalidad a través de mi obra. Prefiero la vía de no morirme”, dijo Woody Allen. Es un camino complicado, pero la alternativa no es más sencilla. Los escritores conocidos pasan por un purgatorio y normalmente caen en el olvido, residencia principal del resto de sus compañeros de profesión. En estas semanas ha muerto Fernando Sánchez Dragó, ha cerrado una revista de referencia como Claves de Razón Práctica y ha fallecido, supuesta e inverosímilmente sin dejar testamento, María Kodama, que cuidó el legado de uno de los pocos escritores que parecen de verdad inmortales. A autores que fueron importantes hace unos años ahora apenas los leen especialistas. Es la naturaleza de la historia literaria y del consumo de los libros, y a ella se le suman la cultura de la celebridad y la fuerza del presentismo: aunque se han dado casos, la mayoría de los muertos no concede entrevistas en las que puedan decir que su libro habla, mira tú por dónde, del tema que ocupa portadas, tertulias y la mente del periodista perezoso.

En los últimos años se habla mucho de “escritoras injustamente olvidadas”. Como ha señalado Alberto Olmos y sin negar la opresión de las mujeres, su destino no es excepcional. Los rescates de autoras son positivos porque recuperan libros y voces valiosas, pero obviamente son más los escritores varones olvidados: había más. Por otra parte, ese ánimo reparador contribuye a que muchas escritoras muertas estén ahora más presentes que sus contemporáneos varones: dos casos de excelentes autoras son Carmen Martín Gaite o Natalia Ginzburg.

El escándalo también indica y a la vez prorroga la relevancia de un escritor. La reacción a la reescritura de las obras de Roald Dahl, que sustituía palabras ofensivas como “gordo” y “Kipling” por términos más decorosos como “enorme” y “Jane Austen”, mostró el hartazgo con los excesos de la corrección política, y nos regaló el espectáculo de antiguos entusiastas de la reeducación diciendo que no era para tanto y que no era el peor ejemplo de la historia: como explicó el politólogo Stahis Kalyvas, la transformación de agitadores radicales en apologetas sumisos es un espectáculo fascinante. También se han anunciado modificaciones en la obra de P. G. Wodehouse, uno de los mayores estilistas de la lengua inglesa.

Los cambios reflejan la pacatería y el provincianismo temporal de nuestra época, pero también que esos autores importan: al menos, lo bastante como para que alguien quiera adulterar sus palabras.

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