Qué sabe nadie
Quién podría saber lo que va a venir si cuesta tanto entender lo que nos pasa, si los manuales de política y de economía, si las columnas y los comentarios se han hecho de frases que han tenido una vejez mala o prematura
Está uno en el sofá, pensando si no podrá hacer sobrevivir la suscripción compartida de Netflix, cuando aparece en el móvil una de esas alertas que te prometiste desactivar antes de volverte adicto. Creías que sería una última hora con un titular del Barça y de Negreira, y pinchas, y lees ...
Está uno en el sofá, pensando si no podrá hacer sobrevivir la suscripción compartida de Netflix, cuando aparece en el móvil una de esas alertas que te prometiste desactivar antes de volverte adicto. Creías que sería una última hora con un titular del Barça y de Negreira, y pinchas, y lees algo del Sillicon Valley Bank y te dices que eso está demasiado lejos, que es demasiado espeso, que ya les compramos a los yankis cualquier noticia local como si viviéramos en Colorado. Al otro día sigues leyendo novedades del mismo banco y de las consecuencias de su desplome en las Bolsas de Europa o de Japón, y ves que salen a hablar Joe Biden y los ministros europeos para pedir que esté tranquilo todo el mundo, lo que por supuesto empieza a ponerte nervioso. Hubiera sido más oportuna una alerta del Barça.
Alguien diseñó la realidad así, a la manera de una serie de televisión en la que no hay noticias, sino giros de guion, donde es posible separar a los protagonistas de la actualidad en buenos o malos, igual que en los dibujos animados; que la vida se explica más si se simplifica mucho. Quizá se entienda menos: pero se explica mejor. Uno está la mar de a gusto y de pronto le vienen a inquietar a su propio sofá con la quiebra de un banco del que no había oído hablar nunca. Si somos el emoticono del WhatsApp que más usamos, el mío es del tipo o la tipa que levanta las manos en señal de no tengo ni idea de qué va esto. Al decir esto estoy diciendo el mundo, claro. Luego soy el emoticono de la cara que enseña los dientes.
El caso es que no hay planes que puedan cerrarse por completo, ni muchas certezas que puedan tenerse. Antes era más fácil dar lecciones y tomarlas; ahora quién sabe, si nos enseñaron que las elecciones se ganaban por el centro, que las crisis se veían venir; si era improbable que Putin atacara Ucrania y, en ese caso, Kiev caería al momento. Qué sabe nadie, si un día haces planes y al siguiente un virus cierra el mundo y vuelve en keynesianos a los liberales, si un día pones la tilde en sólo y al siguiente te están llamando antiguo o revolucionario o ambas cosas aunque no puedan ser a la vez. Quién podría saber lo que va a venir si cuesta tanto entender lo que nos pasa, si los manuales de política y de economía, si las columnas y los comentarios se han hecho de frases que han tenido una vejez mala o prematura. Si se dice tanto que igual resulta que nadie ha dicho nada en realidad.
De todo hay, sólo faltaba. Y quedan voces sabias, que lo son más por lo que se preguntan que por lo que anticipan. Pero no deja de sorprender que en el mundo digital y de la inteligencia artificial, donde cualquier duda se resuelve en un pestañeo, existan en cambio tan pocas certezas: muchos diagnósticos y pocos pronósticos fiables. Qué curioso, que en este mundo inmerso en datos nos haga una falta creciente algo que ni se explica ni se aprende, que se tiene o no se tiene, por mucho que falle: la intuición o el instinto.