Una de romanos y Roald Dahl
Resulta sano que la aberración editorial cometida con el escritor británico haya copado la atención de la opinión pública pero la conclusión de que vivimos una excepción histórica es tal vez apresurada
Un primer recuerdo: cuando era pequeña y leí Las brujas, me acerqué a mi madre para comprobar que no tenía garras sino uñas normales y suspiré, aliviada.
En estos días, los medios comenzaron replicando la pavorosa noticia que anunciaba The Daily Telegraph: el sello Puffin, propiedad de Penguin Random House, había modificado las obras para niños del escritor Roald Dahl para adaptarlas y “asegurar que pueda...
Un primer recuerdo: cuando era pequeña y leí Las brujas, me acerqué a mi madre para comprobar que no tenía garras sino uñas normales y suspiré, aliviada.
En estos días, los medios comenzaron replicando la pavorosa noticia que anunciaba The Daily Telegraph: el sello Puffin, propiedad de Penguin Random House, había modificado las obras para niños del escritor Roald Dahl para adaptarlas y “asegurar que puedan seguir siendo disfrutadas por todos a día de hoy”. Así, las brujas malvadas de Las brujas ya no ponen a los niños a dieta, ni son mecanógrafas sino científicas, y llevan peluca ya no como rareza, sino como muchas otras mujeres. Sus garras, por lo que tengo entendido, siguen ahí. La protagonista de Matilda, no lee a Joseph Conrad sino a Jane Austen, y las tías malvadas de James y el melocotón gigante ya no son gordas ni flacas. En definitiva: se tergiversa el significado o directamente se censura su contenido, en aras de un supuesto público infantil que, intuimos, creen completamente diferente al de la edición anterior.
Resulta sano que esta aberración editorial haya copado las columnas de opinión y secciones de los medios de comunicación. Da que pensar, eso sí, la conclusión apresurada de algunos planteamientos: que vivimos en una excepción histórica marcada por la estupidez de la corrección política, que jamás la cultura se ha visto tan amenazada como ahora y que seguimos una línea descendente que nos llevará a un abismo woke en el que nada podrá decirse y nadie estará a salvo de la pira.
En estos días recuerdo a la académica Jean Seaton, historiadora oficial de la BBC y experta en censura y medios de comunicación. Junto a James Curran es autora de un libro esencial Power without responsibility. En él, ambos tratan el cambiante conglomerado mediático a través de la economía política, argumentando que los patrones de propiedad y control son los factores más significativos en la forma en que operan los medios a día de hoy. Publicado en 1981, ahora parece escrito en piedra o mejor, una radiografía de la situación actual: las industrias de los medios siguen el patrón capitalista de la concentración. Esto conduce a una reducción de la gama de opiniones representadas y una búsqueda de ganancias a expensas de la calidad o la creatividad. De la misma manera, ambos argumentan que la introducción de internet no ofrece igualdad de condiciones para que se escuchen voces diversas. La diversidad, inciden, está limitada por el dinero y el poder.
Y no, añadiría yo, exclusivamente por la moral contemporánea. ¿Cómo se justifica si no la noticia —que pasó más desapercibida— de la censura a Shakespeare, no en nuestra era woke ultrapuritana sino en el siglo XVII? Recordemos: como publicaba The Conversation en 2018, la muerte de Cordelia en El rey Lear fue reescrita por el dramaturgo Nahum Tate para lograr un final menos violento y más feliz, y así se representó la obra en teatros durante ciento cincuenta años. En el siglo XIX, otra tragedia suya, Tito Andrónico también fue reescrita. En la obra una de sus protagonistas es violada, y se le cortan las manos y la lengua para que no pueda nombrar a sus atacantes. Todo esto desapareció en su representación en la Inglaterra de 1850. Pocos años antes, la edición de las obras de Shakespeare para toda la familia de Thomas y Harriet Bowdler suprimía, como hace ahora Puffin, cierto vocabulario que consideraban poco apto para los más jóvenes, además de algunas escenas violentas. Pese a las críticas de algunos contemporáneos, su edición fue extremadamente popular en su época.
Lo que molestaba de Shakespeare es extremadamente similar a lo que molesta de Roald Dahl: que se verbalice la violencia y la crueldad, algo que consideran puede perturbar a los más jóvenes, y que retrata una visión del mundo alejada de la actual. Y sus editores buscan contentar a un mercado que creen puritano y quejica. Lo que no entienden es que el disfrute infantil va asociado tanto a descubrir la alegría de un melocotón que rueda colina abajo como a ver la maldad en el brillo de una llama gélida en la pupila de una bruja.
Segundo recuerdo: Jean Seaton dando clase, hace muchos años, con su mirada incisiva y su voz atronadora. Un alumno apocalíptico levanta la mano y argumenta con fervor que vivimos en la época más violenta de nuestra historia. Seaton levanta una ceja y dice: “recuerde que esos preciosos monumentos que usted va a ver en Roma en sus vacaciones alojaban a cientos de miles de romanos aplaudiendo como se despedazaban a los esclavos para su disfrute”. Aún oigo su carcajada ante la fascinación del alumnado. No era muy distinta a nuestra fascinación infantil por las brujas, ahora que lo pienso.