Roald Dahl: la buena literatura no es inclusiva, pedagógica ni democrática
Para mejorar el mundo ya tenemos parlamentos, comisiones europeas y a Greta Thunberg
Dicen que Eliza Davis era una mujer algo tosca, aunque muy consciente de lo que significaba ser judía en el siglo XIX. También era rica, por eso compró la casa de Charles Dickens cuando este la vendió, y se hicieron amigos, pese a lo distintos que eran. Cuando salió Oliver Twist, el escritor le regaló un ejemplar. En mala hora. A la señora Davis le ofendió mucho el personaje de Fagin, el judío, y así se lo hizo saber al autor en cartas airadísimas. En vez de mandarla a paseo, Dickens hi...
Dicen que Eliza Davis era una mujer algo tosca, aunque muy consciente de lo que significaba ser judía en el siglo XIX. También era rica, por eso compró la casa de Charles Dickens cuando este la vendió, y se hicieron amigos, pese a lo distintos que eran. Cuando salió Oliver Twist, el escritor le regaló un ejemplar. En mala hora. A la señora Davis le ofendió mucho el personaje de Fagin, el judío, y así se lo hizo saber al autor en cartas airadísimas. En vez de mandarla a paseo, Dickens hizo algo casi insólito: en su última novela, Nuestro común amigo, compuso un personaje judío, Riah, que encarnaba todas las virtudes del mundo. Chesterton dijo que era el peor de todos los personajes que imaginó Dickens, y seguramente tenía razón.
Un Dickens deconstruido es un antecedente precioso para quienes hoy reescriben las novelas de Roald Dahl, purgándolas de “gordos” y “calvas”, como hemos descubierto tras una investigación del Daily Telegraph. También les ayuda que el propio Dahl metiese tijera a algunos libros y aprovechara las adaptaciones de cine y de teatro para asear las burradas más gruesas, como el uso de la palabra “negro” en inglés. Pero hay una diferencia con quienes abogan por reescribir la literatura infantil (y parte de la adulta): Dickens y Dahl se corrigieron a sí mismos. Dudo que a los editores les asista el derecho a manosear textos ajenos.
En contra de esta moral solo tenemos dos certezas: que el antisemita Oliver Twist es mejor libro que el fraternal Nuestro común amigo, y que Dahl mola más cuanto más bruto es. Esto no será inclusivo, democrático ni pedagógico, pero no se puede cargar tanto peso sobre los lomos de la literatura. Para mejorar el mundo ya tenemos parlamentos, comisiones europeas y a Greta Thunberg. Bastante difícil es escribir libros buenos, como para que encima tengan que resolver las injusticias.
A no ser, claro, que creamos que el racismo se derrota censurando sus manifestaciones literarias, por lo que un esclavista podría seguir siéndolo si usara el lenguaje adecuado. Como esas empresas socialmente responsables, que ruegan a la madre Tierra mientras atizan con el mazo. Si queremos que el mal solo desaparezca de nuestra vista, para que no nos incomode la lectura, vamos por buen camino. Si yo fuera un tirano, estaría encantado de que toda la presión social se volcase sobre un escritor muerto. Menudo chollo: un mundo donde los ecologistas no asaltan petroleros, sino museos, y donde los activistas solo denuncian el racismo en las obras de ficción.