Mediaset contra la política (la vida)
La noticia de que el grupo prohíba hablar de política en sus programas de entretenimiento es de un extraordinario optimismo
Mediaset, el grupo mediático que más se parece a los españoles, no sabe qué es la política, cosa que los españoles sí saben qué es, aunque a veces no entiendan para qué. Por eso la noticia de que el grupo prohíba hablar de política en sus programas de entretenimiento es de extraordinario optimismo. Pocas cosas más políticas, por ejemplo, que los modelos de familia y sus habituales crisis, esas a las que Telecinco dedica, cuando no las provoc...
Mediaset, el grupo mediático que más se parece a los españoles, no sabe qué es la política, cosa que los españoles sí saben qué es, aunque a veces no entiendan para qué. Por eso la noticia de que el grupo prohíba hablar de política en sus programas de entretenimiento es de extraordinario optimismo. Pocas cosas más políticas, por ejemplo, que los modelos de familia y sus habituales crisis, esas a las que Telecinco dedica, cuando no las provoca, horas y horas, o el dinero: las herencias, los impuestos, los divorcios. La conversación pública, en sí, es frívolamente política, pero la conversación privada, que es la que Mediaset emite, lo es implacablemente. De ahí que pedir que presentadores y colaboradores “se abstengan de emitir opiniones, preferencias o comentarios políticos” es pedirles que en el programa no puedan hablar ni del tiempo: siempre habrá uno con sonrisita de comadreja que, cuando dice que hace mucho frío, en realidad pregunta a los demás con mirada de vaca “dónde está eso del cambio climático”.
La política es transversal en las conversaciones, de igual modo que los famosos de Mediaset lo son en su parrilla, y la transversalidad era lo que propiciaba en la cadena el caos feliz y absurdo, la bella España en la que un señor se levanta furioso de una silla y grita de tal forma que no se sabe si está dando un mitin o denunciando unos cuernos (en la tele los cuernos todavía se denuncian, incluso les llaman cuernos; aún sostienen audiencias, aún importan, y eso es porque en la España real también lo hacen). Si una orden como la de Mediaset se lleva a cabo, que es lo que exigía Franco de su entorno, que nadie se metiese en política como no se metía él, amenaza con hacer emerger eso tan delicado de la antipolítica, que es la política por los peores medios: el discurso vacío de ideas, conceptos y compromisos que lleva a la abstención o a la extrema derecha, o sea la abstención intelectual. Con un programa matinal estrella que invita, como el martes, a una difusora de bulos sobre la ley trans, cuando no genera repetidamente marcos de discusión absurdos que se instalan en el debate público como las okupaciones o la seguridad ciudadana, la obligación de que los colaboradores de Sálvame no digan a quién votan es una anécdota feliz; todo está dicho desde primera hora y no siempre mediante una declaración, sino mediante la escaleta.
De fondo subyace la pregunta perversa de qué es una opinión política, de qué manera se expresa y para qué, qué razones hay para pronunciarla. Y del mismo modo que la cadena se está volviendo ahora loca buscando imágenes en las que no salgan ninguno de esos personajes del corazón vetados por las nuevas directivas (en una práctica que fomenta la originalidad como siempre lo hace la censura), estaría bien que al menos, cuando a alguien en un programa de entretenimiento se le vaya la lengua con una opinión política, se le aplique el pitido que se aplica a los insultos que suena en la televisión estadounidense. Y ya puestos, en esa cadena y en tantas otras, que se aproveche el pitido para hacerlo sonar cuando se ofrezca una información sin contrastar, una opinión sobre un hecho falso o simplemente una mentira dictada por el argumentario de un partido. Para que muchas de las tertulias suenen como un partido de fútbol con un árbitro enloquecido. Ahora que están tan de moda. Los árbitros, no las tertulias.