La ultraderecha y el poder europeo

La UE sufre también la hibridación con la extrema derecha, pese a que las fuerzas conservadoras solo gobiernan en un tercio de sus países

Del Hambre

“La lucha por el futuro la ganará la historia más eficaz, no la más noble”, dice el historiador de las ideas Philipp Blom. Y, de momento, la narrativa de nuestro futuro la impone la ultraderecha. En EE UU y Europa las posiciones progresistas no son ofensivas, sino defensivas, centradas en combatir los miedos que colonizan la opinión pública gracias a los herederos del trumpismo. ...

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“La lucha por el futuro la ganará la historia más eficaz, no la más noble”, dice el historiador de las ideas Philipp Blom. Y, de momento, la narrativa de nuestro futuro la impone la ultraderecha. En EE UU y Europa las posiciones progresistas no son ofensivas, sino defensivas, centradas en combatir los miedos que colonizan la opinión pública gracias a los herederos del trumpismo. La pandemia, la emergencia climática y la guerra favorecen el desplazamiento de la conversación pública hacia la seguridad, colocando en el centro las viejas pasiones reaccionarias: el nacionalismo y sus identidades fuertes, la nostalgia regresiva que impulsa nuestra huida hacia atrás, las teorías conspirativas. Frente a esto, el atractivo liberal pierde fuerza. En los partidos progresistas se manifiesta en su incapacidad para contar el futuro de otra manera; en la derecha tradicional provoca la hibridación con la extrema derecha y sus ideas. Así lo afirma el politólogo Cas Mudde, quien menciona la banalización de los partidos de extrema derecha como causa principal.

Vemos un ejemplo de esta banalización en los elogios del líder del PP europeo, el alemán Manfred Weber, al Gobierno de Giorgia Meloni, tras haber hecho campaña a favor del acuerdo de Berlusconi con la extrema derecha. “Tengo la ambición de que al Partido Popular Europeo le vaya bien en las elecciones europeas del próximo año”, afirmó, normalizando la posibilidad de pactos con partidos ultra que cambien las tradicionales alianzas de la arquitectura comunitaria entre liberales, socialdemócratas y democristianos. Es la paradoja contemporánea: la UE sufre también la hibridación con la ultraderecha, pese a que las fuerzas conservadoras solo gobiernan en un tercio de los países europeos. Weber sabe que será difícil que su familia política conserve la práctica totalidad de la cúpula del poder político europeo, como sucede ahora. Por eso aboga por la estrategia de los republicanos estadounidenses: ceder principios a cambio de poder.

La guerra y la nueva percepción sobre nuestra necesidad de seguridad favorecen que las ideas ultras arraiguen en el debate público. La centralidad de Polonia en el actual juego comunitario o el creciente protagonismo de la presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola (considerada por muchos como la guardiana de las esencias tradicionales frente a Von der Leyen) no son anecdóticas. Su figura institucional brilla hoy en nuestras cumbres bélicas, ocultando su perfecta sintonía con la dura lucha contra el aborto que Polonia inició con el Gobierno ultraconservador del PiS. Así que, si en España aún no sabemos qué piensa Feijóo de Europa, sí podemos anticipar lo que pensará Europa de un Feijóo que pacte con Vox. El único dique de contención para frenar el ascenso de la ultraderecha, dice Mudde, es el de entender y contrarrestar los fracasos de la democracia liberal, pues la abstención es mucho más importante que el incremento del apoyo ciudadano a los ultras en su posible ascenso electoral. Y en España, esforzarse tanto en airear las disputas del Gobierno de coalición parece el plan perfecto para que eso finalmente suceda.

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