Israel: llanto por la tierra amada
El efecto de la reforma judicial propuesta por el Gobierno de Netanyahu es desmantelar los rasgos fundamentales de la separación de poderes y de los controles y equilibrios en un Estado de derecho
Israel, como muchas otras democracias actuales, es una sociedad profundamente polarizada. El principio operativo del discurso público en tales sociedades es “¿estás con nosotros o con nuestros adversarios?” (Josué 5:13). Ya se trate del interminable conflicto árabe-israelí y de los 55 años de ocupación de los territorios —incluso cómo llamarlos es una cuestión que divide— o de cuestiones de Iglesia y Estado derivadas de las tensi...
Israel, como muchas otras democracias actuales, es una sociedad profundamente polarizada. El principio operativo del discurso público en tales sociedades es “¿estás con nosotros o con nuestros adversarios?” (Josué 5:13). Ya se trate del interminable conflicto árabe-israelí y de los 55 años de ocupación de los territorios —incluso cómo llamarlos es una cuestión que divide— o de cuestiones de Iglesia y Estado derivadas de las tensiones inherentes a la autodefinición de Israel como judío y demócrata, uno podría predecir con certeza infalible a quién encontrará a cada lado de las barricadas verbales, políticas y a veces físicas. En los últimos tiempos, la figura de Benjamín Netanyahu ha profundizado la polarización.
En el nuevo terreno de la sociedad de la información, donde hay que exprimir asuntos complejos en un tuit, las posiciones extremas sustituyen al discernimiento, tabla de salvación del discurso democrático deliberativo. En este clima de “amigo o enemigo”, para estar en tu bando hay que tragarse una serie de opiniones que antes estaban reservadas a los sectores lunáticos. Las posiciones intermedias se conciben como “traición” a sus portadores, traidores o utilizados para escoger alegremente sólo aquellos argumentos favorables a su bando. Otro resultado del discurso político extremista es la abundancia de gritos de ¡que viene el lobo! de ambos bandos, que han acostumbrado al público a las repetidas alarmas de “la patria está en peligro”, lo que ha conducido a la apatía política.
Así pues, resulta revelador que, en el reciente estallido en respuesta al nuevo plan gubernamental de Netanyahu para reformar el sistema judicial, no sólo el número de personas que han protestado haya alcanzado una escala sin precedentes, sino que uno encuentra tanto en Israel como en las comunidades judías de todo el mundo (incluido EE UU) a figuras prominentes y a muchas personas —sionistas con carné de centroderecha— que uno nunca esperaría ver en el lado antigubernamental de la barricada actual. Incluso el expresidente del país, miembro del Likud de toda la vida, y muchos otros de la vieja guardia de Menajem Begin han expresado públicamente su profunda preocupación. También en el ámbito internacional, Estados amigos desde hace mucho tiempo están cambiando de bando.
No debería sorprendernos. Existe la percepción generalizada, y no del todo infundada, de que el plan del Gobierno, diseñado por el recién nombrado ministro de Justicia, es el 6 de enero israelí. La repulsa generalizada en EE UU y en otros países ante los acontecimientos del 6 de enero no se vio alimentada por el desenfreno o incluso la violencia del acto, sino por lo que fue percibido, por demócratas y por muchos republicanos, como un ataque a los valores y las instituciones fundamentales de la democracia estadounidense. Y ese mismo sentimiento, compartido incluso por acérrimos defensores del Estado de “Israel para bien o para mal”, está presente en las objeciones a la reforma propuesta: un ataque a los valores e instituciones fundamentales de la democracia israelí.
Como medida de alerta, en un gesto inusual para un presidente del Tribunal Supremo en ejercicio, el actual titular, en un reciente discurso pronunciado en un foro profesional, pero retransmitido en directo por todos los canales de los medios de comunicación israelíes, expresó las opiniones de muchos, incluidos algunos de los críticos más mordaces y serios del tribunal: lo que se disfraza de plan de “reforma” es, tanto en intención como en efecto, un plan para hacer añicos algunos de los cimientos más fundamentales de la separación de poderes y del Estado de derecho, sin los cuales ningún Estado puede pretender legítimamente ser democrático.
Para los profanos, las cuatro principales reformas propuestas pueden parecer bastante inocentes: convertir todos los nombramientos judiciales en un privilegio del Gobierno de turno —bueno, ¿no es ese el caso en EE UU y en otros lugares?—; exigir una mayoría de más de uno o dos jueces para revocar la legislación parlamentaria —no es, a primera vista, una propuesta irrazonable—, pero también permitir que el Parlamento anule, incluso por una mayoría de un voto, las decisiones constitucionales del tribunal —¿no tienen, por ejemplo, Canadá o Finlandia, disposiciones similares de anulación?—, y, por último, prohibir que el poder judicial utilice el criterio de “irrazonabilidad”, o incluso de irrazonabilidad extrema, a la hora de examinar las acciones de ministros y funcionarios públicos —¿no se trata de una mera cuestión técnica para los profesores de Derecho?—.
Entonces, ¿qué pasa con este argumento del “qué más da”? ¿Se pueden encontrar paralelismos con este tipo de medidas en democracias muy respetadas? Hablando de Hungría, la académica de Princeton Kim Scheppele llamó a este argumento el síndrome de Frankenstein. Coges una pierna de este país, una mano de otro y una nariz de otro y acabas con una criatura que no existe en ninguna otra parte y que no sería aceptable en ningún país que se precie de tener credenciales democráticas.
El efecto acumulativo de la reforma prevista es desmantelar los rasgos fundamentales de la separación de poderes y de los controles y equilibrios, eliminando los diversos controles judiciales y legales diseñados para impedir que el poder legislativo, aunque haya sido elegido democráticamente, establezca una “tiranía de la mayoría” y permitiendo que el poder ejecutivo de un Gobierno de este tipo tome medidas, por parte de la policía, el recaudador de impuestos y todos los demás administradores, que están sujetas a un control judicial fatalmente debilitado. La protección de las personas y los derechos de las minorías corren especial peligro.
Las reglas por sí solas no definen una democracia: la cultura política y los hábitos normativos democráticos también desempeñan un papel importante. En muchos países en los que los nombramientos judiciales son “políticos” se entiende que dichos nombramientos deben hacerse por consenso. La profunda politización propuesta de todos los nombramientos judiciales, que compromete directa o indirectamente la independencia judicial, es aún más alarmante a los ojos de los críticos, cuando este Ejecutivo en particular depende de socios, con ministerios sensibles clave, cuya agenda y políticas declaradas (abiertamente racistas y supremacistas) están muy fuera del consenso político y eran anatema para todos los gobiernos israelíes, tanto de izquierdas como de derechas, hace tan sólo dos o tres años. Ahora tendrán las manos libres, o más libres, para perseguir esa agenda, en algunos casos quizá de forma irreversible.
La raíz profunda que impulsa esta reforma es la sensación de que el centroizquierda, tras haber perdido poder en la arena democrática, está imponiendo sus valores a través del sistema jurídico con jueces no culturizados en esa cultura liberal y dominados por las élites no sefardíes. Y no nos equivoquemos: el sistema legal y judicial israelí, como muchos otros, está lejos de ser perfecto, y sus críticos no han faltado tanto en el mundo académico como en el propio estamento jurídico. La base misma de la revisión judicial de la legislación en un Estado que carece de Constitución formal es problemática. Y, por ejemplo, el abanico de cuestiones que el Tribunal Supremo israelí considera justiciables resulta más amplio que en ningún otro lugar, lo que le lleva a decidir sobre asuntos que sería mejor dejar en manos del ámbito político. La composición del tribunal en términos identitarios e ideológicos no refleja adecuadamente la sociedad multicultural israelí. Y la lista no termina aquí. Hay, pues, mucho que arreglar y una reforma juiciosa del sistema judicial contaría, por tanto, con un amplio apoyo.
Pero lo que se planea aquí no es menos —y quizás es incluso más— peligroso que una turba asaltando un Parlamento. El hecho de que los enemigos de Israel (y hay muchos) se suban al carro no debe impedir que los amantes y partidarios del Estado alcen la voz.