Exaltados, moderados y moderaditos
Abundan los gestos que apuntan al fin de la era de la política glandular y nadie se plantea ya volver a los excesos, pero al PP le costará más suturar su ala dura de lo que les ha costado tapar la vía de agua centrada
Un nuevo sol de moderación alumbra nuestra vida pública. Borja Sémper ha dejado Ernst&Young y la poesía para volver al partido. Núñez Feijóo posa en las revistas con atuendo minimalista de liberal holandés. Dos viejos maestros pasteleros —Bendodo y González Pons— vigilan la temperatura en el obrador de Génova. Y aunque Ayuso todavía es la reina de los selfis, en las terrazas de la calle Jorge Juan todo el mundo pagaría una copa al más ilustre de sus asiduo...
Un nuevo sol de moderación alumbra nuestra vida pública. Borja Sémper ha dejado Ernst&Young y la poesía para volver al partido. Núñez Feijóo posa en las revistas con atuendo minimalista de liberal holandés. Dos viejos maestros pasteleros —Bendodo y González Pons— vigilan la temperatura en el obrador de Génova. Y aunque Ayuso todavía es la reina de los selfis, en las terrazas de la calle Jorge Juan todo el mundo pagaría una copa al más ilustre de sus asiduos: Mariano Rajoy, a quien no se veía tan feliz desde los días de whisky y rosas de su Gobierno en funciones. Incluso Javier Arenas, que deja por joven a Matusalén y por simple a Andreotti, ha regresado a unos predios —el Senado— que parecen hechos para su uso y disfrute. Los moderados han vuelto, y Vox mira el alineamiento de tanta derechita cobarde con la sorpresa del hombre que vio irrumpir el primer mamut.
Sí, es una derecha que sonríe, que no muerde, que lleva menos corbatas que Pedro Sánchez y que prefiere las jornadas sobre ecosostenibilidad a los seminarios sobre Fernández de la Mora: una derecha para la que Margaret Thatcher fue solo una primera ministra y no un icono punk. Pero si la moderación se ha convertido, como dirían los cursis, en el nuevo paradigma, es porque no solo afecta al PP. Ximo Puig y Fernández-Vara ya no son política viejuna: se han convertido en ese género de clásicos que, como Nat King Cole, merece la pena escuchar alguna vez. Pedro Sánchez ha descubierto que, nimbado de azul OTAN, resulta aún más fotogénico. Y Yolanda Díaz tiene muy claro que uno puede aspirar a la autoridad moral de Marcelino Camacho sin necesidad de llevar sus jerséis. Cualquier día vemos a Espinosa de los Monteros —¡hasta Vox tiene sus wets!— compartiendo chistes con Eduardo Madina.
Todavía no es un ensayo de We are the world en el hemiciclo, pero por un momento hemos llegado a estar todos de acuerdo en algo: escrachar las instituciones —al menos las brasileñas— es algo peor que feo. Hay un cierto cansancio de la política glandular. Nadie se plantea las grandes emociones de 2017, asaltar el paraíso, tomar Colón, fichar a gamberros para las listas, insultar a Ayuso para que luego responda y tener calentito el pack de la crispación. 2023 comienza con la sensación de que, de poder volver a andar atrás en el tiempo, el grito sería distinto: “¡Con Rivera tal vez!”.
En un año electoral cabe esperar que toda bajada de decibelios sea un espejismo, pero bienvenida sea la tregua verbal por la que el sistema se corrige cuando ha llegado demasiado lejos: en estos tiempos hemos visto acusaciones de ilegitimidad y de golpes de Estado que van más allá de la fricción habitual Gobierno-oposición. Como sea, el ciclo del maximalismo se ha acabado: lo normal tras constatar que quienes iban a traernos el cielo al final no gobernaban como ángeles sino como alcaldes. O tras topar contra esa “roca dura de la realidad política” que, a veces como inflación y a veces como pandemia, es capaz de astillar nuestros sueños. Ha pasado siempre: los exaltados de 1812 iban a ser los moderados de 1830.
Es común acusar a los moderados de moderaditos: también en el XIX, al pobre Martínez de la Rosa le cayó el apelativo de Rosita la pastelera. En la derecha, esa tensión entre puros e impuros es constitutiva. Unos acusan a otros de ser amigos de la equidistancia, del vuelo corto del mal menor, de —en suma— arrumbar las ideas para optar al poder. A la inversa, la acusación es la de repeler votos y, en consecuencia, imposibilitar políticas por un entendimiento restrictivo de los principios. ¿Ideología o experiencia? En los mejores momentos se ha logrado una síntesis conservadora —como los tories o la CDU— con una eficiencia electoral capaz de calmar las batallas entre sensibilidades. En los peores se ha terminado con el magnicidio: quizá el cuerpo de Casado sobre la lona sirva para recordar que moderado no es sinónimo de flojo. Por supuesto, siempre cabe entender que juntar puros e impuros es, más que una tensión constitutiva, una razón de ser: en el centroderecha militaron a la vez Jaime Mayor Oreja y José María Lassalle, como hoy cubren los flancos Ayuso y Sémper. El problema del PP moderado es que necesitará a unos duros que hace tiempo que dejaron —los que alguna vez fueron— el PP. La izquierda, que muy rara vez lee bien a la derecha, tiene ahí una paradoja que paladear: a los populares les costará más suturar su ala dura de lo que les ha costado tapar la vía de agua moderada. Al fin y al cabo, Vox tiene tantas ganas de ayudar al PP —ahí está Castilla y León— como Harry de ajustarle la corona a su hermano William.