El ritmo

“Corré despacio”, me dijo mi padre. No sonaba preocupado. Era alguien que, desde la torre de control, está habituado a lidiar con idiotas

Una mujer corre por el campo.golero (Getty Images)

Estoy en la ciudad donde nací, pampa argentina. Salgo a correr temprano por el campo. Rodeo el club de golf, busco la calle Lartigau, corro hasta más allá de Querandíes. El terreno es blando, de arenisca. Me hundo, no puedo sostener un paso regular, pero me gustan las dificultades del camino que, además, conozco: corríamos por aquí con mi padre cuando era chica. Es una zona solitaria, sin sombra, sumida en volutas de polvo caliente, donde me e...

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Estoy en la ciudad donde nací, pampa argentina. Salgo a correr temprano por el campo. Rodeo el club de golf, busco la calle Lartigau, corro hasta más allá de Querandíes. El terreno es blando, de arenisca. Me hundo, no puedo sostener un paso regular, pero me gustan las dificultades del camino que, además, conozco: corríamos por aquí con mi padre cuando era chica. Es una zona solitaria, sin sombra, sumida en volutas de polvo caliente, donde me embisten descargas violentas de recuerdos: la piscina del golf, el campamento de verano, el pariente peligroso, el tiempo en que todo estaba vivo. Preferiría tener una memoria blanca. Hoy, cuando empezaron a perseguirme los perros, estaba escuchando Walk on the Wild Side, de Lou Reed. Parecía un chiste malo. Primero fueron dos, después varios. Ladinos, máquinas deshechas, chatarra viva. Parecían llenos de odio, el pelo erizado por la saña, los dientes largos. Feroces de una manera diseñada. Corrí rápido pero eran muy ligeros, revestidos por la capa de velocidad que proporciona el mal. En ese momento sonó el teléfono. Era mi padre. “Hola”, dije, agitada. No tuve respuesta. Pregunté: “¿Me escuchás?”. “No. Escucho a una persona que jadea como si se fuera a morir”, me dijo, sin burla. “Soy yo, me están corriendo unos perros”, dije. “¿Son muchos?”, preguntó. “Seis, o más”. “No los mires —me dijo—. Cambiá el ritmo, corré despacio”. No sonaba preocupado. Era alguien que, desde la torre de control, está habituado a lidiar con idiotas. Aunque pensé que los perros me destrozarían, bajé el ritmo y se detuvieron, desactivados. Sólo quedó mi sombra silenciosa braceando sobre el polvo. Dije: “Se fueron”. Mi padre dijo: “El cambio de ritmo los desconcierta. Te espero a cenar”. Y colgó. Me quedé pensando que, quizás, el método sirva para los perros callejeros y para los de la memoria. Así que, desde entonces, cambio el ritmo, no para que se esfumen: para que den tregua.

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