Vidas nudas
En algunas de las zonas más concurridas, y en medio de nuestra indiferencia, transcurrre la existencia de aquellos que están ‘fuera’ del sistema y que carecen del modo de vida cualificado propio de lo humano
En la esquina de una plaza de Madrid, elíptica, casi limítrofe con un nudo de carreteras que llevan hacia el sur, cada mañana, más temprano que temprano, un número de hombres se apiñan siempre en el mismo lugar. Fácilmente se pasa sin verlos, pese a su presencia discretamente contundente. No hablan entre ellos. Parecen serios. Están atentos. La mayoría de los meses que los veo, desde mi coche, camino al trabajo, es invierno. A esas horas hace frío y nadie querría estar en la calle mas que de paso. Ellos, sin embargo, permanecen. Parecen cipreses. En mi radio escucho las noticias: ...
En la esquina de una plaza de Madrid, elíptica, casi limítrofe con un nudo de carreteras que llevan hacia el sur, cada mañana, más temprano que temprano, un número de hombres se apiñan siempre en el mismo lugar. Fácilmente se pasa sin verlos, pese a su presencia discretamente contundente. No hablan entre ellos. Parecen serios. Están atentos. La mayoría de los meses que los veo, desde mi coche, camino al trabajo, es invierno. A esas horas hace frío y nadie querría estar en la calle mas que de paso. Ellos, sin embargo, permanecen. Parecen cipreses. En mi radio escucho las noticias: inmigrantes muertos en la valla de Melilla, temporeros de Jaén durmiendo a la intemperie, nigerianos once días en la pala del timón de un petrolero. En esa esquina, pegados casi a las ruedas de los coches que pasan, esos hombres, negros altos y sudamericanos bajos, tienen los ojos volcados hacia los faros de algunas furgonetas que desaceleran buscándolos. Entre ellos se ha establecido un código de ofrecimiento y aceptación, fuera de las leyes, que recuerda a algunos lugares de países periféricos, que visitamos haciendo turismo, en los que la escena nos parece normal. El conductor se detiene: tú, tú y tú. Elige a unos cuantos, sin bajarse, llamándolos desde la ventanilla que abre para ello. Los afortunados se suben al vehículo, hacia algún lugar de trabajo por horas, quizá por días. La mochila sobre las piernas, copilotos de un extraño, de un jefe por algunas horas. El resto vuelve a su círculo de espera. Quizá haya suerte más tarde. Pasan toda la mañana, hasta que el mediodía les indica que la demanda se ha cerrado. Muchos volverán a casa sin nada más que los bolsillos vacíos y la penuria de regresar al día siguiente a la misma tarea. Han quedado fuera del eterno mecanismo de la democracia que se juega entre la exclusión y la inclusión, el que hace que, donde la razón ilumina, aparezca su envés, sus sombras, en muchos casos los cuerpos que no importan, las vidas desperdiciadas, las no lloradas.
Agamben, el filósofo de la biopolítica, recuerda que los griegos tenían dos palabras para designar lo que nosotros llamamos vida: bíos y zoé, donde la primera significaba la vida propia de un individuo, mientras la segunda se refería al simple hecho de vivir. En el derecho romano arcaico, zoé es una figura oscura que se refiere a aquella vida humana que se incluye en el orden jurídico bajo la forma de una exclusión. Es una vida eliminable, matable, a la que que cualquiera puede dar muerte sin cometer homicidio, una vida que, sin embargo, tiene el singular privilegio de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres, insiste Agamben. Pero también en la política moderna se produce entre bios y zoé un juego de irreductible indiferenciación, de necesidad mutua de exclusión e inclusión. Ahora se trata de la mezcla que se da entre nuestras vidas, las que entran en el invernadero del capitalismo, y las de los arrabales, las de aquellos a los que se les han retirado los derechos políticos, o que ni siquiera los han tenido nunca, pero de las que se requiere para que todo funcione. Estos hombres de esta plaza elíptica, como los inmigrantes que hoy son noticia, son zoés, vidas nudas, meras vidas, situadas en el umbral de indiferencia, la zona de indistinción que los hace estar a la vez dentro y fuera, entre nosotros, trabajando sin contratos, viviendo sin decencia, carentes del modo de vida cualificado propio de lo humano. Sin embargo, en su paciencia no se adivina enfado ni reproche. Privados de palabra, de phoné, se nos hacen fantasmas. Domados, sin negatividad, en los márgenes de la indignidad, vienen desplazados de no se sabe dónde. Nuestra modernidad crea microestados de excepción —que en realidad son norma— camuflados y metamorfoseados en el día a día, que se justifican dentro de la falsa meritocracia en la que estamos. Bien pensadas, nos señalarían una interesante conexión entre democracia y totalitarismo, como algunos estudiosos han sugerido.
La vida nuda en que consisten las vidas de estos hombres son historias mínimas, que se nos pierden por nuestro propio ensimismamiento, nuestro cansancio, nuestra discronía. Quizá por ello tendemos a descargarnos del compromiso de ver al otro que nos resulta muy otro, a volvernos refractarios e indolentes, paseantes de la zona gris de la indiferencia. Tal vez, si nos detuviésemos un poco y diésemos un paso hacia fuera, un paso más acá, pudiéramos sustraernos al tiempo impetuoso en que vivimos y nos sería posible observar y pensar, para no olvidar las ruinas que deja la historia a su paso y que hemos naturalizado ni para no acostumbrarnos a transitar cerca de estas zonas de exclusión sin verlas, para interrogarnos por la injusticia del límite que establece quién cae dentro de la luz y quién en las tinieblas.