Aunque nos tiemble la barbilla

La ridiculización de las mujeres es un arma eficaz porque desconsuela, pero no hay que achantarse y menos en unos tiempos en que nos sentimos y estamos más acompañadas

La ministra de Igualdad, Irene Montero, este sábado en un acto feminista en Madrid.Fernando Sánchez (Europa Press)

Perdón por traerme a mí misma a colación, pero es que sin pretenderlo son muchas las ocasiones en que he experimentado ese ninguneo, desprecio o condescendencia que se dedica a las mujeres cuando están emparejadas con un hombre importante (por resumirlo así). Recuerdo que hace algunos años escribí sobre un libro, Muerte y vida de las grandes ciudades, de la activista sociopolítica Jane Jacobs, que revolucionó el concepto de urbanismo en los primeros años sesenta, denunciando esos proy...

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Perdón por traerme a mí misma a colación, pero es que sin pretenderlo son muchas las ocasiones en que he experimentado ese ninguneo, desprecio o condescendencia que se dedica a las mujeres cuando están emparejadas con un hombre importante (por resumirlo así). Recuerdo que hace algunos años escribí sobre un libro, Muerte y vida de las grandes ciudades, de la activista sociopolítica Jane Jacobs, que revolucionó el concepto de urbanismo en los primeros años sesenta, denunciando esos proyectos urbanos que obviaban la idea de comunidad. Contaba en mi texto que en aquel entonces se hablaba de Jacobs como un ama de casa que traducía las ideas de su marido, arquitecto, y que sus tesis humanizadoras de la ciudad trataron de ser acalladas con no pocas dosis de burla hiriente por parte de esos intelectuales que no la consideraban una persona académicamente preparada. Cuando escribí mi artículo una lectora me envió el enlace de un blog donde departían unos señores con gran dotación de todo tipo, intelectual y testosterónica. Disertaban ellos sobre Jacobs y afirmaban que yo jamás hubiera llegado a la ensayista canadiense de no haber sido por mi marido, quien era al parecer el que llevaba los temas de peso de nuestro hogar. Todo me resultó cómico y paradójico: una reunión virtual de tipos que admiran a Jacobs, en su momento menospreciada y acusada de escribir al dictado de su marido, y que a la vez se mofan de mí desenmascarándome por escribir de temas serios al dictado de mi marido. Si la historia no es cíclica, al menos si parece serlo el desprecio.

Lo terrible de estas anécdotas es que mientras las vives jamás encuentras la parte cómica, y es que a pesar de haberme ganado la vida razonablemente bien con el humor, hay cosas que no me hacen gracia. No hay nada que hiera más hondo que las odiosas comparaciones, porque de sobra sabes que se usan para herir: te tachan de ignorante y a la vez de no estar a la altura del hombre con el que compartes la vida. Si esto se ha dado con frecuencia en el mundo de la cultura, donde el insulto se puede envolver en ingeniosas palabras, en política ha desembarcado con maneras de inaceptable grosería. A más presencia de la mujer y a más debate feminista, más escarnio. Debieran hacer recuento nuestras representantes de las veces en que se tacha a una política de ignorante, poco titulada o inútil intelectualmente. Si a resultas de esos improperios violentos a esa mujer le tiembla la barbilla, la burla se ceba entonces en eso que se ha dado en llamar debilidad femenina, cuando es en virtud todo lo contrario: las mujeres andamos con un caparazón por la vida y son muchas las veces en que hacemos oídos sordos a comentarios que nos infravaloran, pero además, no hay nada más profundamente humano que sollozar cuando te agreden. Algún día haré recuento de las veces en que me tembló la barbilla al sentirme herida, casi las mismas en que reprimí el llanto para que no pareciera que me habían vencido.

Sin nombrar a Irene Montero escribo de ella, como de otras muchas. La ridiculización de las mujeres es un arma eficaz porque desconsuela, porque el cuerpo acusa el daño, pero no hay que achantarse, menos ahora, vivimos tiempos en que nos sentimos y estamos más acompañadas. Hubo un pasado, nada remoto, en que esas descalificaciones provenían de la derecha y también de la izquierda, a la enemiga no se le daba ni agua y las diferencias ideológicas justificaban el menosprecio. Por eso no debiéramos colgarnos medallas justicieras, y menos aún algunos hombres que, olvidadizos de su pasado, se apresuran a dar lecciones de igualdad. Vamos a asumirlo: estamos todos en primero de feminismo. Me acuerdo de un exdiputado, violento siempre, que hace cinco años arremetió contra mí con una virulencia que asustaba. La historia no viene al caso, pero sí que por primera vez fueron muchas las manos tendidas para ofrecerme apoyo. Sentí que algo estaba cambiando.

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