Bachillera

Protejamos a la juventud de algodoncillos demagógicos y vayamos al tuétano: no hay progreso sin inversión ―de dinero, imaginación, todo tipo de capitales― en la enseñanza pública

Una clase de un instituto público de Albacete.ALFONSO DURAN

Me formé en la escuela pública. Desde parvulitos al doctorado. Carne de EGB, COU y Selectividad. Todo era perfectible: en Geografía nunca estudié los ríos de África y la Historia de España era selectiva en plena Transición. Acaso por la conciliación y la equidistancia. Los exámenes eran casi la única forma de evaluar si exceptuamos a quienes nos pedían “trabajos” amargándonos la existencia. En los colegios públicos nos juntábamos hijas e hi...

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Me formé en la escuela pública. Desde parvulitos al doctorado. Carne de EGB, COU y Selectividad. Todo era perfectible: en Geografía nunca estudié los ríos de África y la Historia de España era selectiva en plena Transición. Acaso por la conciliación y la equidistancia. Los exámenes eran casi la única forma de evaluar si exceptuamos a quienes nos pedían “trabajos” amargándonos la existencia. En los colegios públicos nos juntábamos hijas e hijos de catedráticas de Universidad, del carnicero y la frutera, de policías, de niñas cuyos progenitores regentaban desguaces o tiendas de caramelos, hijos de empleados de banca o de parados, primogénitas de amas de casa que envolvían bocatas en papel de aluminio ―invención galáctica― y niños gitanos que sufrían un trato racista repugnantemente normalizado. Yo era la hija del sociólogo y era como ser sicalíptica o diplodocus. En los colegios, institutos y universidades públicas se pedía lo mejor del alumnado, mientras que la enseñanza privada era, o bien excelente, carísima y experimental, o bien un coladero en el que la pasta servía para labrar el futuro de vástagos perezosos. Decir Instituto Lope de Vega eran palabras mayores. Cuando cursaba primero de BUP, aparecieron por el instituto ―allí había una escuela de peluquería en la que experimentaban con nuestros pelos― dos muchachas procedentes de un selecto colegio privado ―siete por clase―. Se incorporaron a un grupo de 40. No podían concentrarse. No las habían cambiado como castigo, sino para aclimatarlas a las condiciones de una universidad pública que en primero de Derecho sumaba 150 estudiantes en sus aulas. Todo era, como digo, perfectible.

Yo no hablo de la piel fina de la juventud ni cierro los ojos a la creciente hostilidad del mundo. Al cambio de las coordenadas socioeconómicas y del concepto de clase media. Al desaseo que nos ha traído confundir, durante décadas, democracia con liberalismo. Solo pido una reflexión: la educación transforma las realidades y palía la desigualdad, pero si la realidad es desigual y violenta temo que una educación burbuja aplaste a la juventud. A la vez, una educación brutal y mecánica perpetuará un modelo de vida salvaje. Una formación acrítica y resiliente acaso producirá felicidad, pero la felicidad será una noción devaluada unida a la multitarea y la falta de concentración para disentir con argumentos. La igualdad de oportunidades, que no existe en la sociedad, tendría que ensayarse y empezar a construirse en la escuela pública. Protegiendo a las personas débiles. Y esta es la raíz del debate: quizá a estas personas no se las protege desde la renuncia a enseñar ciertos temas o desde una transigencia evaluadora ―clasista y pesimista― que siempre las va a recluir en el cuarto trastero de la comunidad; quizá sería mejor personalizar la asistencia social y psicológica de una infancia maltratada ―víctima de la brecha de clase, género, de la brecha digital― y, desde un término medio aglutinador y democrático, no renunciar a enseñar latín en Entrevías, prever la necesidad de grifos en las aulas de plástica y no desmerecer el esfuerzo ni la vocación del entregadísimo personal docente. Protejamos a la juventud de algodoncillos demagógicos y vayamos al tuétano: no hay progreso sin inversión ―de dinero, imaginación, todo tipo de capitales― en la enseñanza pública.

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