Odiar los puentes

Los malditos festivos entre semana nos recuerdan a los no asalariados que el derecho al descanso es uno de los muchos que hemos perdido en la progresiva precarización de nuestras vidas

Atasco en la autovía A-3 en Madrid, el viernes durante la operación salida por el puente de Todos los Santos.Alejandro Martínez Vélez (Europa Press)

Los puentes, ese invento tan español, se explican siempre como la alegría del calendario, un pequeño agosto que de repente aterriza en marzo o en noviembre. “Si te coges un día, te salen cinco”, dirá siempre alguien, una de esas personas que en diciembre del año en curso ya se ha estudiado todo el calendario del año siguiente y sabe a la perfección en qué cae el Primero de Mayo y cómo quedará el tema Inmaculada/Constitución 12 meses más tarde. Los medios, las redes y la cultura popular participan de esa presunción múltiple: que todo el mundo tiene un trabajo, que ese trabajo siempre es asalari...

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Los puentes, ese invento tan español, se explican siempre como la alegría del calendario, un pequeño agosto que de repente aterriza en marzo o en noviembre. “Si te coges un día, te salen cinco”, dirá siempre alguien, una de esas personas que en diciembre del año en curso ya se ha estudiado todo el calendario del año siguiente y sabe a la perfección en qué cae el Primero de Mayo y cómo quedará el tema Inmaculada/Constitución 12 meses más tarde. Los medios, las redes y la cultura popular participan de esa presunción múltiple: que todo el mundo tiene un trabajo, que ese trabajo siempre es asalariado y por cuenta ajena, que permite la libranza dentro del calendario habitual, que un 1 de noviembre no trabaja ni dios.

Con su querencia por el cliché, los informativos de televisión informan en esos días de la operación salida, cuelan un reportaje de los de hablar con gente en las terracitas y otro sobre la ocupación de casas rurales en alguna comarca de interior. España está de fiesta, nos dicen. Este mismo periódico tuiteó hace unas semanas: “Consulta aquí el calendario laboral de 2023. Todos los trabajadores disfrutarán al menos de cinco fines de semana largos”. Se entiende la generalización, pero ese “todos”, auch, hirió como una daga a los empleados de la hostelería y el comercio y aguijoneó a los autónomos en lo más profundo.

Como trabajadora por cuenta propia, me cuento en el grupo de personas, pequeño pero no tanto, que detestan los puentes. No es un odio fácil de llevar, ni siquiera es una de esas manías contraintuitivas como odiar la Navidad o la playa, que siempre congregan a mucho público. Detestar los puentes te convierte en un cenizo solitario, un misántropo sin gracia alguna. Yo no quiero, de verdad, pero no me queda otra.

Por regla general, los autónomos llevamos bastante bien lo de trabajar cuando la gente no trabaja, incluso lo de trabajar siempre. En mi caso, tengo plenamente integrado el domingo como día laborable. Mis hijos también, porque no han conocido otra cosa. Aunque nunca dejarán de quejarse. “Tú siempre tiki tiki tiki”, decía el pequeño cuando apenas aprendía a hablar, haciendo un gesto como de escribir en un teclado invisible. Una se acostumbra a los fines de semana de un día o día y medio, o de unas horas salteadas —cada autónomo tiene su forma de autosabotaje favorita— y, en los días optimistas hasta le encuentra la gracia. Toda esa gente que se queja de los sunday scaries, la bajona del domingo por la tarde. Eso a los autónomos no nos pasa. Afrontamos el lunes por la mañana ya con la bandeja de entrada del correo electrónico limpia y la frente despejada. Pero los puentes, ah, los puentes nos pillan a traspié, y nos devuelven a algunos todo el rencor del verano, cuando las vacaciones de nuestros amigos asalariados se nos hacen eternas.

“Algunos martes o miércoles después de un puente me he planteado no llevar a mis hijos al colegio, para evitarles el corrillo en el que los niños se cuentan lo que han hecho durante los días libres”, me confesaba otra autónoma de la rama tiki-tiki un día que ambas nos lamentábamos —los autónomos somos muy de llorar en grupo, y de llorar a secas— y comentábamos hasta qué punto idealizamos los puentes de los compañeros de clase de nuestros hijos, que imaginamos como un videomontaje en una película mala, pensado para evocar “felicidad infantil”, una sucesión de juegos en el campo, visitas a amigos y familiares y sana diversión analógica, y los contrastamos con los de nuestros niños, pobres hijos de autónoma, consumidos en el sofá, con más rato de pantalla del que queremos confesarnos, porque un festivo entre semana es solo un engorro logístico para un trabajador por cuenta propia.

Los malditos puentes nos recuerdan a los no asalariados que el derecho al descanso, un pilar de la lucha obrera, es uno de los muchos que hemos perdido en la progresiva precarización de nuestras vidas. Asumimos lo de no poder caer enfermos, lo de las bajas de maternidad y paternidad irrisorias o inexistentes porque la paga es baja y casi nadie puede permitírselas ni le es viable desaparecer durante unos meses ante sus clientes. Aceptamos como un mal endémico la soledad laboral, el no tener un comité que nos defienda de los muchos atropellos a los que nos enfrentamos. Sé que existen las asociaciones de autónomos, pero muchos sentimos que no hablan en nuestro nombre, y eso se hizo perfectamente evidente en la reciente negociación de la ley de tramos, que nos dejará a muchos aún más abocados a la miseria. Podemos, digo, entender todo eso como parte de nuestro destino fatal. Pero, ¿que todos nuestros amigos y conocidos disfruten de cuatro días libres seguidos en noviembre y encima nos lo enseñen en Instragram y BeReal? No nos pidan tanto, que somos autónomos pero no de piedra.

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