El legado de brutal violencia del colonialismo
Qué vergüenza de Occidente, qué losa más pesada. Y no se borra fácilmente: los países que la sufrieron tienen también voz ante el horror de la guerra de Putin en Ucrania
En la burbuja de Occidente no hay lugar para enormes zonas desconocidas. Por eso produce tanta desazón descubrir hasta qué punto fue salvaje la represión que se desencadenó en Indonesia cuando el presidente Sukarno quedó arrinconado en 1965 por el general Suharto para proceder, con respaldo de la CIA y la complicidad de Estados Unidos, Reino Unido y Australia, al exterminio de los comunistas...
En la burbuja de Occidente no hay lugar para enormes zonas desconocidas. Por eso produce tanta desazón descubrir hasta qué punto fue salvaje la represión que se desencadenó en Indonesia cuando el presidente Sukarno quedó arrinconado en 1965 por el general Suharto para proceder, con respaldo de la CIA y la complicidad de Estados Unidos, Reino Unido y Australia, al exterminio de los comunistas con apoyo de los militares y la colaboración del “pueblo” (bandas paramilitares y gánsteres a sueldo). En los desgarradores documentales de Joshua Oppenheimer —el primero dirigido junto a Christine Cynn y un colaborador anónimo— se habla de más de un millón de víctimas, pero lo que en ellos importa es sobre todo descubrir cómo procedieron los asesinos y cómo —cuando las películas se rodaron vivían con la mayor normalidad, totalmente impunes— narran con orgullo y entre risas aquellos crímenes, que se atreven a reconstruir celebrando el desparpajo y la brutalidad con que procedieron. The Act of Killing (2012) muestra aquel desolador periodo desde el punto de vista de los asesinos; La mirada del silencio (2014) lo hace siguiendo las indagaciones que hace el hermano de un joven comunista que sufrió una muerte atroz. Un viaje al infierno para ver el verdadero rostro del mal y la “banalidad de la muerte”.
Ese concepto lo toca de pasada el antropólogo, filósofo, escritor y activista (y tantas cosas más) David van Reybrouk en Revolución, un libro que se tradujo en España antes del verano y que, aunque se concentra en los años en que se produjo la independencia en Indonesia tras la Segunda Guerra Mundial, propone también un minucioso recorrido sobre el dominio colonial desde que Holanda puso el pie en la costa occidental de Java en 1596. A partir de ahí se repite una y otra vez la misma cantinela: el afán de enriquecerse de los recién llegados y su desprecio absoluto por la vida de los lugareños.
La violencia de la potencia colonial termina derramándose sobre una parte importante de la población. Tras la declaración de independencia de Indonesia del 17 de agosto de 1945, que no se conseguiría de manera efectiva hasta diciembre de 1949, la “banalidad de la muerte” volvió a imponerse en el país justo cuando acababa de terminar una guerra que dejó allí cuatro millones de muertos (la brutal represión de los japoneses, los trabajos forzados, las hambrunas).
Una multitud de jóvenes, que Japón reclutó a partir de 1943 y preparó para la guerra como parte de su Ejército, exigió entonces con urgencia esa independencia que no se concretaba. Dice Van Reybrouck que esos muchachos “habían visto morir de hambre a sus madres”, “habían visto desaparecer a sus padres como trabajadores forzados”, “habían contemplado cómo se llevaban a sus hermanas como mujeres de consuelo”. Su crueldad no tenía límites. “Los ojos bien abiertos, la mirada enloquecida, el sagrado frenesí”, así procedían. El veneno de los colonizadores los había envenenado. Y es que no hay que olvidar que, ¡a mitad del siglo XX!, los Países Bajos quisieron volver a dominar Indonesia como cosa propia. Y para hacerlo no escatimaron, como antaño, la mayor violencia. Qué vergüenza de Occidente, qué losa más pesada. Y no se borra fácilmente: los países que la sufrieron tienen también voz ante el horror de la guerra de Putin en Ucrania.