La voluntad

Muchos colegas me preguntan en México cómo hacer para no sucumbir al desánimo cuando escriben. Les doy respuestas idiotas. Sólo debería repetirles el verso de William Blake: “Aquel que desea pero no actúa engendra peste”

El estudio y biblioteca de Gabriel García Márquez en su casa en la colonia San Ángel de la Ciudad de México.Teresa de Miguel

Después de conocer la casa ―dos plantas, tres habitaciones, dos baños, cocina, sala, estudio―, pensé que ningún escritor sin ingresos ―era su caso― podría afrontar hoy el alquiler de un sitio como este. Cuando me mostraron mi lugar de trabajo me dije que, si yo hubiera sido él, hubiera elegido como estudio cualquiera de estas habitaciones con vista al jardín y no ese lugar chico de la planta baja que, además, ni siquiera existía cuando llegaron aquí con sus hijos y...

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Después de conocer la casa ―dos plantas, tres habitaciones, dos baños, cocina, sala, estudio―, pensé que ningún escritor sin ingresos ―era su caso― podría afrontar hoy el alquiler de un sitio como este. Cuando me mostraron mi lugar de trabajo me dije que, si yo hubiera sido él, hubiera elegido como estudio cualquiera de estas habitaciones con vista al jardín y no ese lugar chico de la planta baja que, además, ni siquiera existía cuando llegaron aquí con sus hijos y su mujer, Mercedes Barcha: la puerta del estudio de la casa de San Ángel, México, donde el inquilino Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad (desde 2020, sede de una fundación que propicia residencias literarias como la que hago), no existía, y fue colocada para que él pudiera escribir aislado del bullicio. La historia es conocida: iba con su familia hacia Acapulco, de vacaciones, cuando lo fulminó la idea de la novela. No hubo vacaciones y sí un encierro de meses, con una economía que se desbarrancaba (empeñaron joyas, pidieron fiado para comer) porque él, que llevaba años trabajando como reportero y ya había publicado dos obras geniales sin tanta repercusión ―La hojarasca, El coronel no tiene quién le escriba―, había decidido no trabajar en nada que no fuera la novela. Lo que siguió también se sabe: publicación en la Argentina en 1967, millones de ejemplares vendidos, premio Nobel 1982. Él no tenía cómo adivinar ese futuro. Sólo tenía la vocación, la voluntad, e hizo una apuesta. Que pudo haber sido una catástrofe: económica, familiar, anímica. Pero lo contrario ―resistirse a escribirla, privilegiar el sustento― hubiera sido su aniquilación. Por estos días, en México, muchos colegas me preguntan cómo hacer para no sucumbir al desánimo cuando escriben. Les doy respuestas idiotas. Sólo debería repetirles el verso de William Blake: “Aquel que desea pero no actúa engendra peste”.

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