Cocaína, autoritarismo y ataques a abogados en Latinoamérica
Entre 2015 y 2020 se han computado 1.323 asesinatos de defensores de derechos humanos, varios de ellos juristas
La demanda internacional de cocaína, que creció de 10 a 21 millones de usuarios en la última década, el aumento exponencialmente de la explotación ilegal del oro a 1.700 dólares la onza, y la explotación forestal insaciable del bosque amazónico. Son solo tres ingredientes que han puesto a defensores del medio ambiente, muchos de ellos abogados, en la línea de mira del crimen en varios países de América Latina.
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La demanda internacional de cocaína, que creció de 10 a 21 millones de usuarios en la última década, el aumento exponencialmente de la explotación ilegal del oro a 1.700 dólares la onza, y la explotación forestal insaciable del bosque amazónico. Son solo tres ingredientes que han puesto a defensores del medio ambiente, muchos de ellos abogados, en la línea de mira del crimen en varios países de América Latina.
Hay un telón de fondo, más allá de esta especificidad. Una preocupante tendencia global de prácticas que menoscaban, limitan, restringen u obstaculizan el ejercicio de las funciones de la abogacía. Como Relator de la ONU sobre independencia de jueces y abogados, presenté en junio al Consejo de Derechos Humanos en Ginebra un informe sobre la crítica situación de ataques a la función de la abogacía en diferentes países.
Entre 2010 y 2020, más de 2.500 abogados han sido asesinados, detenidos o secuestrados en diferentes regiones del mundo. Esto cubre un amplio rango que va desde homicidios, enjuiciamientos e interferencias en la independencia de la profesión.
Estas afectaciones golpean a la sociedad toda y sus derechos. Una abogacía libre y accesible es esencial para acceder a la justicia, fiscalizar al poder público, proteger el debido proceso y las garantías judiciales. Tratándose de derechos fundamentales, los Estados están obligados a garantizar que quienes ejerzan la abogacía puedan hacerlo libres de intimidación, obstáculos, acosos o interferencias.
Obligación que se encuentra establecida en varios tratados e instrumentos internacionales, tanto globales como regionales. Entre ellos se encuentra el de Principios Básicos sobre la Función de los Abogados adoptado en Naciones Unidas hace 32 años (1990). Allí se establece, entre otras cosas, que los Estados deben garantizar que los abogados “puedan desempeñar todas sus funciones profesionales sin intimidaciones, obstáculos, acosos o interferencias indebidas”.
Este panorama se muestra mucho más crítico cuando la actividad abogadil se orienta a la defensa de los derechos humanos, la lucha contra la corrupción y, de manera creciente, quienes batallan legalmente por la protección del medio ambiente contra toda suerte de depredadores.
En efecto, en el informe que presenté a la ONU en junio, y que es documento oficial de la organización, se da cuenta de que asociaciones internacionales de abogados, como el respetado Consejo de Colegios de Abogados de Europa (CCBE), han denunciado graves situaciones de acoso a defensores de derechos humanos dentro de la profesión legal.
Entre 2015 y 2020 se han computado 1.323 asesinatos de defensores de derechos humanos, varios de ellos abogados. Cuatro personas defensoras del medio ambiente son asesinadas cada semana en el mundo.
América Latina es la región más afectada, siendo los defensores relacionados con el medio ambiente las principales víctimas. Un informe de Global Witness revela que tres cuartas partes de los ataques letales registrados contra activistas ambientales suceden en América Latina. Colombia figura como el país más afectado del mundo.
Asesinados por el narcotráfico que busca apropiarse de tierras indígenas para sembrar más coca; o por la minería ilegal del oro; o para la tala indiscriminada. Todo sin que los Estados atinen a poner en marcha las adecuadas medidas para garantizar el ejercicio de la profesión legal en ese entorno de violencia y ataques que es también de impunidad. Esta es nuestra realidad.
Un panorama así de dantesco requiere, dentro de cada país, de estrategias y medidas eficaces de prevención, así como de persecución del delito en un panorama en el que reina la impunidad.
En el ámbito regional se cuenta con un fantástico tratado, el Acuerdo de Escazú, el primer tratado ambiental de América Latina y el Caribe que entró en vigencia en abril del año pasado. Hay que saludar que los -nuevos- Senados de Chile y Colombia lo ratificaron recientemente. En Sudamérica y, particularmente, la cuenca amazónica, “brilla” la cuestionada omisión de Brasil y Perú de hacerse parte del tratado.
En el primer caso, se podría explicar por la política de Bolsonaro de ponerse de perfil frente a la brutal deforestación, que se aceleró durante su gobierno. En el del Perú, en parte por la crisis política y por el papel de un efímero canciller abiertamente opuesto al Acuerdo, al haber recogido los discursos más cavernarios existentes en el mercado contra el derecho internacional. En este último caso sin duda podrían venir tiempos mejores al estar la cancillería otra vez en mejores manos.
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