Sequía y cambio climático
La evidencia de la crisis del clima ha de espolear una actitud preventiva y racional frente a cualquier catastrofismo
Este verano España ha vivido el julio más cálido desde que hay registros, con olas de calor encadenándose una tras otra. Se estima en más de 5.000 las personas que han podido morir en el último año por causas atribuibles este fenómeno en España. La sequía no está solo en la conversación pública y la experiencia cotidiana, sino en los datos y los efectos de un régimen de lluvias que va más allá de España ...
Este verano España ha vivido el julio más cálido desde que hay registros, con olas de calor encadenándose una tras otra. Se estima en más de 5.000 las personas que han podido morir en el último año por causas atribuibles este fenómeno en España. La sequía no está solo en la conversación pública y la experiencia cotidiana, sino en los datos y los efectos de un régimen de lluvias que va más allá de España y afecta a buena parte del resto del continente. La sequía tiene a los embalses a menos del 40% de su capacidad, 20 puntos por debajo de la media de los últimos 10 años, y ha obligado ya a aplicar restricciones en el suministro de agua en numerosos municipios. Antes de llegar a mitad de agosto, el fuego ha conseguido batir el récord del mayor número de hectáreas calcinadas en los últimos 30 años. La evidencia de la crisis climática es incontestable, si bien no lo es tanto el alcance de sus efectos.
En este contexto, los objetivos deben ser tres: mitigar el cambio climático, adaptarse a lo que ya ha cambiado y gestionar con realismo los riesgos. Para ello, dos son los elementos fundamentales. El primero es la variabilidad. En contra de lo que intuitivamente se pueda creer, el cambio climático no supone (solo) más calor, sino que trae consigo una creciente inestabilidad. Las olas de calor que asolan Europa este año son debidas al cambio climático, pero las nevadas que provocó Filomena también fueron atribuidas, tras sus correspondientes estudios, a tal fenómeno, y las posibles danas que puedan aparecer en el Mediterráneo a consecuencia del incremento de la temperatura del agua serán también hijas suyas. El segundo elemento es la indeterminación. Como la ciencia insiste en advertir, no es posible prever de forma segura hasta dónde llegarán las consecuencias de un cambio de esta magnitud.
Es en este contexto en el que hay que enmarcar las posibles estrategias de futuro. La próxima sequía debe empezar a gestionarse desde hoy mismo repensando los usos del agua, fundamentalmente en la agricultura, donde se utiliza el 80% del recurso, promoviendo una transición basada en eficiencia y en acuerdos que permitan adaptar el regadío a este contexto. De la misma manera, los incendios del próximo año necesitan que cuanto antes se planteen acuerdos con ganaderos y otros actores para poner en marcha políticas forestales orientadas a limitar los fuegos mediante reforestaciones con múltiples especies y otras técnicas concebidas para ese fin. Las temperaturas extremas tienen que formar parte también de un futuro que puede afectar desde el calendario y los horarios escolares hasta las condiciones de trabajo de determinados oficios, pasando por los protocolos de prevención en los sectores más expuestos a las altas temperaturas y la preparación de los servicios sanitarios para atender los problemas de salud derivados de esta situación.
Los tres objetivos mencionados —mitigar el cambio climático, adaptarse a lo que ya ha cambiado, y gestionar los riesgos— no solo no se excluyen, sino que son necesariamente compatibles para afrontar una situación que seguirá marcada por la variabilidad y la incertidumbre. Probablemente sea la mejor actitud para evitar el catastrofismo agónico de algunos sectores y pensar en lo peor sin olvidar que aún no sabemos exactamente qué ni cómo ni cuándo será.