Dos cervezas, niñato, son medio piso

La desigualdad está tomando tintes generacionales, un debate que tiene mucho de clase, pero también de justicia bajo una crisis de inflación que obliga a reordenar las prioridades

Una joven se informa sobre viviendas en una inmobiliaria de Sevilla.PACO PUENTES (EL PAIS)

Una parte del progresismo es deshonesto con el drama de la precariedad juvenil. Dice enfocarse en la gente vulnerable, pero sigue obviando hasta qué punto la desigualdad está tomando tintes generacionales. No duda en cargar sobre jóvenes muy empobrecidos el nivel de vida de nuestros mayores, injusticia que se camufla mediante clichés que culpan a la juventud de no poderse pagar ni un piso. Aceptar que nuestra generación está peor que la anterior obligaría a revisar ciertos privil...

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Una parte del progresismo es deshonesto con el drama de la precariedad juvenil. Dice enfocarse en la gente vulnerable, pero sigue obviando hasta qué punto la desigualdad está tomando tintes generacionales. No duda en cargar sobre jóvenes muy empobrecidos el nivel de vida de nuestros mayores, injusticia que se camufla mediante clichés que culpan a la juventud de no poderse pagar ni un piso. Aceptar que nuestra generación está peor que la anterior obligaría a revisar ciertos privilegios de los hijos del baby boom, y no se está dispuesto a ello.

Ejemplo es un programa televisivo donde colaboradores de entre 50 y 60 años llegaron a la feliz conclusión de que, chicos, salís mucho, viajáis, y por eso no tenéis una casa en propiedad, a diferencia de nosotros o vuestros abuelos. Mis coetáneos de 20 y 30 ardieron en las redes durante días contra un argumento que defendía incluso una veterana progresista. Resultaba incomprensible que repitiera ideas propias de un liberal: si quieres una casa, tú puedes, chaval; elige menos cervezas y más pisos.

Es la forma más banal de perpetuar un clima de opinión sobre el hedonismo de una juventud que se merece lo que le pase, para luego poderles girar la cara sin culpa. Aunque me atrevería a decir que constituye una visión generacional. No es la primera vez que alguien de izquierdas en la cincuentena usa ante mí argumentos que en el fondo sólo miran por preservar su estatus. Es decir, sin asumir que el concepto de “solidaridad intergeneracional” no debería ir ya sólo de jóvenes a mayores, sino hacia una juventud más vulnerable que hace tres décadas.

Primero, porque no es verdad que antes la propiedad dependiera sólo de la voluntad personal de quitarse de cuatro salidas. Mi madre ironiza con que los bares estaban también a reventar en los años setenta y ochenta. Y, según datos de la OCDE, en 2000 hacían falta 8,2 años de ingresos de un hogar para comprarse un piso en España, mientras que en la actualidad ello supondría unos 11,1 años. Equivale a una subida del 35% respecto al número de nóminas necesarias.

Segundo, el problema no es sólo pagar un piso. Hay jóvenes que destinan ya más de un tercio de su salario al alquiler, un dinero que no va a conciertos o viajes en aerolíneas baratas. La cuestión es que no tienen ahorros, ni quizás nadie que les avale, con lo que caen en un bucle infernal. No pueden ahorrar, pero tampoco amasar 40.000 o 60.000 euros para la entrada. Un amigo muy progre se echó las manos a la cabeza con la idea de tener un piso gracias al aval de Isabel Díaz Ayuso.

Tercero, los tipos de interés antes eran mucho más elevados, un 17% de media en los ochenta, pero los salarios daban para ahorrar una entrada mucho mayor, y así pedir un préstamo menor. Ahora, quien acceda a una vivienda dependerá de unos padres con ahorros, y quien herede, pasará a formar parte del selecto club de los propietarios. En unos años, la vivienda será un foco de desigualdad brutal para quienes no posean nada más que su fuerza de trabajo.

El problema no es un programa televisivo, sino que lo público siga obviando la fisura generacional. Cierta miopía en las políticas de protección o redistribución social corre el riesgo de perpetuar desigualdades. Por ejemplo, el Gobierno progresista hará un desembolso enorme para revalorizar las pensiones en función del IPC, y eso puede profundizar la creciente brecha entre ocupados y algunos pensionistas. Se piden esfuerzos a trabajadores y empresarios con la regulación energética o la inflación. En cambio, no se hila fino en hacer distinción entre jubilados, más o menos necesitados.

Por tanto, este debate tiene mucho de clase, pero también de justicia generacional en tiempos de una crisis inflacionaria que obliga a reordenar prioridades. Quién protege a la juventud menor de 39 años, que tiene hoy un 24% menos de renta para gastar que los mayores de 64 años, según el INE. A largo plazo, ello se está traduciendo en que los mayores de 75 años sean el grupo de edad con mayor patrimonio —datos del Banco de España analizados por Javier Jorrín—, y ya no los trabajadores adultos. Ello, frente al desplome en la compra de vivienda por debajo de los 35 años.

Esa brecha generacional es tan cierta como que partió la izquierda entre PSOE y Podemos en 2015. La precariedad de la crisis de 2008 afectó a todos, aunque los hijos se rebelaron contra sus padres al sentir que el sistema se había construido sobre el pelotazo urbanístico o un modelo productivo precario. Es decir, sin visión de futuro. Pronto circularán argumentos perversos de que, al menos, demos las gracias a nuestros padres o abuelos por mantenernos con su patrimonio o con las rentas del Estado.

No hay más ciego que el que no quiere ver, o más fatuo que quien tapa el drama ajeno negándolo. Así que en adelante quizás se normalice el mantra de “dos cervezas, niñato, son medio piso” para evitar una reflexión democrática colectiva. Y si los jóvenes quieren protestar, pueden esperar a que gobierne la derecha. Tal vez el único punto de comprensión del progresismo por encima de los 55 años sea encontrarse en las plazas para echar la cerveza en contra del Partido Popular. Eso sí, que cada uno pague lo suyo. Hay que ahorrar para el piso.

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