De aquellos polvos

En el debate sobre las nuevas normas fiscales europeas resulta crucial prestar atención a las distintas fuerzas que mueven el déficit público, en lugar de aproximarse a la cuestión de manera uniforme

Raquel Marín

La crisis de precios desatada a raíz de la invasión rusa de Ucrania, cuyo desenlace no atisbamos, tiene ya un sitio en los libros. Tras años de excepcionalidad en los mercados de deuda soberana, con tipos de interés en mínimos históricos, el giro de política monetaria iniciado por los grandes bancos centrales en la primera mitad de 2022 pone fin a una época. Con el aumento de los tipos de interés, han vuelto a surgir los temores sobre la...

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La crisis de precios desatada a raíz de la invasión rusa de Ucrania, cuyo desenlace no atisbamos, tiene ya un sitio en los libros. Tras años de excepcionalidad en los mercados de deuda soberana, con tipos de interés en mínimos históricos, el giro de política monetaria iniciado por los grandes bancos centrales en la primera mitad de 2022 pone fin a una época. Con el aumento de los tipos de interés, han vuelto a surgir los temores sobre la sostenibilidad de una deuda que, en el conjunto de la zona euro, está en máximos históricos. Y, junto con esos temores, las llamadas más o menos explícitas a un ajuste de las administraciones públicas.

En el caso de España, la deuda pública cerró 2021 en el 118,4% del PIB, lo que ha supuesto un pago anual de más de 26.000 millones de euros en concepto de intereses, una losa de un peso equivalente al 2,2% del PIB que, pese a todo, es inferior a la que soportábamos en 1999, al inicio del euro, cuando la deuda era del 60,8% del PIB. Esto es así gracias a la actuación del Banco Central Europeo (BCE).

Durante los últimos años, el Tesoro español ha hecho su trabajo, sabedor de que la normalización de los tipos de interés tendría que producirse en algún momento, de modo que existe margen en el corto plazo como para que el previsible encarecimiento de los intereses no afecte de manera determinante a la senda de reducción de la deuda pública. Lo que ocurra a partir de ahí dependerá, sin embargo, de la credibilidad del BCE para evitar la fragmentación de las primas de riesgo y, sobre todo, del crecimiento de la economía española y de la capacidad de nuestras cuentas públicas para reconducir el déficit primario tras el impacto de la covid-19.

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En este sentido, conviene ser prudentes antes de volver la mirada a otros momentos de la historia económica reciente, como la crisis financiera internacional de 2008, para extraer conclusiones aplicables al momento actual. En lo que se refiere a la sostenibilidad de la deuda, pocos gobiernos e instituciones salieron bien parados de aquella crisis, ni tan siquiera el propio BCE, que contemporizó durante demasiado tiempo antes de pronunciar el famoso whatever it takes. No dieron con la tecla los socialistas españoles, pero tampoco lo hicieron los populares, a pesar de que desde sus filas se afirme lo contrario: tanto el incremento de la deuda (más de 30 puntos de PIB entre 2012 y mediados de 2018), como el coste medio de los intereses (3% del PIB anual durante dicho periodo), como la prima de riesgo (440 puntos en promedio en 2012 y casi 300 puntos en 2013) presentaron peores registros durante los años de gobierno de Mariano Rajoy que durante los años de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

En cualquier caso, el debate es otro. Los números siempre están condicionados por el contexto en el que a cada Gobierno le ha tocado desempeñarse, y eso no se elige. Lo verdaderamente relevante es que, con independencia de quién ejecutase la política económica en los periodos 2008 a 2011 y 2011 a 2013, en ambos casos se interpretó, aunque con sensibilidades diferentes, una partitura similar firmada por la Comisión Europea de José Manuel Durão Barroso y escrita sobre los renglones torcidos de la austeridad germánica.

Renglones torcidos no solamente porque la acumulación de superávits comerciales excesivos en Alemania alimentase la burbuja financiera en el resto de la zona euro, o porque la contracción de la inversión pública en un momento de colapso económico generalizado deprimiese todavía más la actividad privada, o porque la ausencia de estímulos mantenidos condujese a la economía española a una segunda recesión (recordemos que en 2010 la variación del PIB español había vuelto a terreno positivo), sino sobre todo por el daño causado a la cohesión social.

Buena parte de la ola populista que desde entonces ha recorrido la vida política nacional, desde la irrupción de Podemos al discurso reaccionario de Vox, pasando por el colapso electoral del PSOE (no pasó de 85 diputados en 2016) y posteriormente del PP (se quedó en 66 diputados en la primavera de 2019), pasando por el fiasco de Ciudadanos, tiene que ver con la reacción generada por aquella política económica tan prejuiciosa como falta de sensibilidad. Poco importó que la crisis tuviera su máxima expresión en una burbuja inmobiliaria de dimensiones colosales: la austeridad debía servir para expiar los supuestos excesos del sector público (cuando, en realidad, la deuda pública estaba en mínimos históricos —apenas el 35,8% del PIB en 2007—). Fue una elección esencialmente ideológica, envuelta en el papel de celofán de las decisiones supuestamente “técnicas”, que dio como resultado la desprotección de empresas y hogares, el desempleo galopante y la debilidad institucional que, en algunos casos, aún seguimos arrastrando.

No se ha repetido suficientes veces que el factor que mejor explica el deterioro de las finanzas públicas europeas en los últimos 20 años no ha sido, con las debidas excepciones (citemos en este capítulo las rebajas fiscales de 2015 y 2016 en España), la política presupuestaria discrecional, ni la oscilación de los ciclos económicos, sino la concatenación de crisis globales de una dimensión histórica que ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad que supone compartir una misma moneda pero carecer de verdaderos estabilizadores automáticos comunes y del respaldo de un Tesoro europeo, o institución asimilable. Ahí, en Europa, es donde radica una parte importante de la solución.

Por eso, en el debate sobre las nuevas normas fiscales europeas, a caballo entre una crisis que se va (la de la covid-19) y otra que viene (la desencadenada por la invasión de Ucrania), resulta crucial prestar atención a las distintas fuerzas que mueven el déficit público, en lugar de aproximarse a la cuestión de manera uniforme, como ha sido el caso con la regla del 3%.

En concreto, la parte discrecional del déficit podría seguir estando sujeta a normas convencionales de disciplina fiscal similares a las que han venido rigiendo hasta ahora, pero articuladas en torno a una regla de gasto; para la parte contracíclica automática (los ingresos, las prestaciones por desempleo y el gasto social —excepto pensiones—), debería ser posible el desarrollo de mecanismos estabilizadores automáticos a escala de la zona euro; para la parte contracíclica discrecional (inversión productiva), sería conveniente una regla de oro respaldada por una capacidad de financiación común del tipo de los fondos Next Generation, aprovechando y mejorando lo aprendido en estos años, y para la parte de gasto destinado a pensiones no sería absurdo plantear un gran pacto europeo, dado que se trata de un problema común, al menos en lo que responde a sus determinantes sociodemográficos. Asimismo, sería deseable que las nuevas normas fiscales estuviesen sujetas al control del Parlamento Europeo, en lugar de a la Comisión, por una cuestión de aceptabilidad social y calidad democrática.

Es una hoja de ruta esquemática, ambiciosa y discutible, que parte de una certeza: las normas fiscales que han regido hasta ahora no han funcionado. No solo sería un error volver al pasado, sino que juegan con ventaja aquellas fuerzas políticas e instituciones que sean capaces de superar el estigma de la crisis financiera internacional de 2008 y entiendan que, como ocurrió con la covid-19, la protección frente a la adversidad es la clave. Europa lo sabe. Y la sociedad española también.

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