Extinguirnos como dinosaurios o la ‘nueva narrativa del resultado’
La forma de contar historias, tanto en la ficción como en nuestra vida, está siendo definida por la tecnología. Cuando en el momento de la muerte nos pase la vida por delante, la selección de escenas la hará un robot
No sé si han visto la última de la saga de Parque Jurásico, pero se la recomiendo. No podrán despegar la mirada de la pantalla ni un segundo. Contemplarán manadas de parasaurolophus corriendo por inmensas llanuras mientras Owen Grady cabalga a su lado tratando de echarles el lazo. Verán ejemplares con bellos plumajes deslizándose sobre el hielo y velociraptores persiguiendo motoristas por estrechas callejuelas. Trepidantes momentos de acción que conviven con la lentitud poética de ot...
No sé si han visto la última de la saga de Parque Jurásico, pero se la recomiendo. No podrán despegar la mirada de la pantalla ni un segundo. Contemplarán manadas de parasaurolophus corriendo por inmensas llanuras mientras Owen Grady cabalga a su lado tratando de echarles el lazo. Verán ejemplares con bellos plumajes deslizándose sobre el hielo y velociraptores persiguiendo motoristas por estrechas callejuelas. Trepidantes momentos de acción que conviven con la lentitud poética de otras escenas, como la de los dinosaurios atravesando la sabana entre una manada de elefantes. El problema es que cuando termine la peli, se darán cuenta de que no contaba prácticamente nada. Se trata de una narrativa hueca, consistente en llenar cada segundo de información y vaciarlo de sentido. Podríamos pensar que la peli es mala sin más, pero sostengo que este cambio narrativo no afecta solo a los dinosaurios. Al contrario, creo que nos invade un nuevo paradigma que nos invita a contar (y a contarnos) con una espectacular y desoladora narrativa.
Sostengo de hecho que este nuevo género, que podríamos llamar narrativa del resultado está calando hasta el tuétano no solo en el alma de series y películas, sino también en el núcleo mismo de nuestra intimidad. En las sagas es muy evidente cómo a medida que pasan los años (o las temporadas) el relato (y con él la ambigüedad de los protagonistas) se va apagando para dejar paso a una espectacularidad huérfana de sentido. Con todo, el resultado de la producción es impecable, la cosa gusta y funciona, que es como se juzga ahora que una historia merece ser contada. Sin embargo, los espectadores (lectores u oyentes) vamos dejando poco a poco de funcionar y de entender. Y no, este problema no es propio del llamado “cine de acción”. Así, por ejemplo, hemos visto cómo el último Batman (dirigido por Matt Reeves) renunciaba a la acción para crear una suerte de tenebrismo virtuosista. Tres horas de oscuridad, sombras y fuego rojo con una fotografía exquisita y una decadencia posindustrial perfecta. ¿El resultado? Una película magistral que, sin embargo, resulta presuntuosa allí donde intentaba ser profunda.
Porque la narrativa del resultado olvida que el sentido de una obra no se construye con la suma individual de cada una de sus partes. De hecho, puedes ir uniendo uno a uno segundos perfectos, coherentes y espectaculares y llegar al final más hueco de lo que empezaste. Esto fue lo que nos pasó a muchos con la última temporada de la serie Euphoria en la que vimos desvanecerse la trama y la profundidad de muchos personajes mientras no podíamos dejar de celebrar la serie. Entendimos pronto que no iban a contarnos tanto como en la primera temporada, pero valía la pena seguir por la música, por el maquillaje, por las drogas, por cada una de las fascinantes imágenes. El sentido se estaba desvaneciendo y, sin embargo, el resultado seguía “funcionando”. Puede de hecho que para algunos funcionara mejor precisamente gracias a su anomia. Eso por no hablar de la última de James Bond, que es quizá la más coherente y perfecta película en “el género del resultado” porque lleva su vacío hasta las últimas consecuencias y termina (va spoiler) matando al mismísimo 007. Aquí el director quiere verlo todo y dárnoslo todo. La lógica es fácil: si lo imagino, lo grabo, lo digo, lo escribo… Y nosotros, atentos espectadores, sentimos de verdad que nos lo están dando todo mientras nuestro corazón late cada vez más hueco.
Por lo demás, esta forma de contar a partir de una colección de instantes perfectos ha sido generalizada por las redes sociales, donde cada momento compartido se mide por el resultado en likes y comentarios, no en vano los significados de “Instagram” e “instante” vienen a ser casi sinónimos a estas alturas. Y de estas mismas redes ha heredado la narrativa del resultado su principal objetivo, que no es tanto contar aquello que merece ser contado como producir contenido que funcione. Y funcionar significa aquí mantener un segundo más la atención del espectador. Porque en el fondo, esta nueva narrativa aspira a ser tan adictiva como lo es TikTok, aunque el precio a pagar por la adicción sea la falta de sentido. Así ver una película (o escribir un libro o contar una vida…) se está convirtiendo en una forma de enlazar escenas con tanto virtuosismo como se pueda, pero sin aspirar a sentido alguno. Las razones de este cambio son básicamente tecnológicas. De hecho, si la narrativa del sentido fue propia de la imprenta, la del resultado es la propia de Internet. Sam Neill, protagonista tanto de la primera como de la última película de la saga de los dinosaurios, nos daba una clave interesante al explicar que “en Parque Jurásico todos los decorados eran naturales, mientras que ahora en el plató solo hay pantallas verdes a tu alrededor”. En la práctica, esto significa un cambio en el relato sin precedentes, por cuanto la tecnología hace prescindible la selección de materiales para quien va a contar una historia. Un velociraptor persiguiendo a una moto y uno caminando pesadamente entre elefantes en la sabana “cuestan” prácticamente lo mismo una vez que el director dispone de la tecnología adecuada. Entonces, ¿por qué elegir? La selección de escenas se ha visto sustituida por la acumulación de imágenes capaces de conseguir un efecto hipnótico, y a veces ni eso. En ocasiones, la única razón por la que una escena se sigue a la otra es porque resulta posible que así sea. ¿Acaso no sería bonito ver elefantes caminar con dinosaurios por la sabana? ¡Pues hagámoslo! ¿Por qué? ¡Porque podemos!
Evidentemente, el que más puede es el que más dinero (y tecnología) tiene y es por eso que la narrativa del resultado se impone en las obras que mayor presupuesto manejan, de ahí que la industria del cine norteamericano haga cada vez peores películas gastando cada vez más dinero. En todo caso, en la medida en que el salto narrativo es tecnológico, es de esperar que el poder de contar historias sea trasladado más pronto que tarde a máquinas o algoritmos. La historia ya no la escribirá quien tenga la autoridad o la legitimidad necesarias sino quien tenga la pasta. Y quien tenga el dinero no tiene por qué querer contar historias o crear sentido alguno. Total, ¿para qué? ¿Acaso una narrativa con sentido arrojará mejores resultados que una que carezca de él?
El problema es que, como decía al principio, la narrativa del resultado se está comiendo a bocados nuestra propia vida. Porque la tecnología ha alterado también la historia que nos contamos de nosotros mismos. Imaginemos por ejemplo cuántas veces vamos a disparar una foto desde el móvil este verano. La mayoría captaremos muchas imágenes, cientos de instantáneas que pesarán en nuestro smartphone como una bolsa de basura en nuestras manos. Fotos de comida, de piscinas, de amigos, de familiares, de nuestros hijos de espaldas (por si las publicamos en redes), de los pequeños de frente (por si alguna vez hiciéramos un álbum…), del mar, del atardecer, del amanecer, de un mapa que queremos recordar, de un restaurante, de una mano, un vídeo del paisaje desde el coche, otro de un beso que vamos a dar no para llenar otra boca sino para acumular otro selfi, o la foto del pulpo que descubrimos con nuestro sobrino. Cuando disparemos no sabremos si el momento importa o no ni si tiene algún sentido para nosotros, pero intentaremos que el resultado sea espectacular. Mimaremos cada uno de esos fotogramas, los editaremos a veces y compartiremos algunos para ver si de verdad “funcionan”. Hasta que un día, dentro de algunos años, llegarán Google o Apple y nos montarán un vídeo con nuestros recuerdos, le pondrán una música libre de derechos y nos sugerirán que miremos el álbum que un algoritmo habrá titulado como 24 de julio, Días en la playa o Viaje a Mallorca. El algoritmo no contará nuestra historia (porque no puede hacerlo) pero es posible que nos haga llorar. Así, la narrativa del resultado aplicada a la propia vida vendría a ser como que en el momento de la muerte, justo cuando la vida va a pasarnos por delante, la selección de escenas la haga un robot empeñado en convencernos de que carecemos por completo de sentido.
Nuestra vieja narrativa, igual que los bellos dinosaurios que galopan este verano por las salas de cine, está al borde de la extinción. Algunos dirán que el sentido nunca ha existido por aquello de que al final de cada vida espera impávida la muerte. Yo digo que si debo extinguirme como un dinosaurio, elijo ser uno de los de Terrence Malick en El árbol de la vida. Y que en la cocina del Oráculo de Matrix se podía leer la frase Temet nosce (conócete a ti mismo escrito en latín). Estaba ahí para recordar a Neo que el conocimiento de uno mismo es la única manera de llegar a un nivel superior. Y eso les deseo para este verano, que pasen de nivel. Digan lo que digan los dinosaurios, Batman, el algoritmo de Google o el mismísimo James Bond, nos hemos ganado un poco de sentido. Y de descanso.