En Pamplona

En las campañas promocionales suceden encuentros que, contados en un libro, nadie se creería. Encuentros que ponen los pelos de punta y lo dejan a uno tocado para una larga temporada

Dirigentes de ETApm, durante el anuncio de su disolución, el 30 de septiembre de 1982 en Biarritz (Francia).

A veces, en las campañas promocionales, suceden encuentros que, contados en un libro, nadie se creería. Encuentros que ponen los pelos de punta y lo dejan a uno tocado para una larga temporada. He tenido varios de esta clase. Uno, en concreto, lo llevo grabado a hierro candente en la memoria. Es una tarde de noviembre del año pasado y yo he terminado de presentar mi novela nueva en el salón de actos de unos grandes almacenes de Pamplona. Algunas personas hacen cola en espera de que les firme un ejemplar. Hasta ahí, lo de costumbre. En último lugar llega un hombre. Tendrá mis años o quizá unos ...

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A veces, en las campañas promocionales, suceden encuentros que, contados en un libro, nadie se creería. Encuentros que ponen los pelos de punta y lo dejan a uno tocado para una larga temporada. He tenido varios de esta clase. Uno, en concreto, lo llevo grabado a hierro candente en la memoria. Es una tarde de noviembre del año pasado y yo he terminado de presentar mi novela nueva en el salón de actos de unos grandes almacenes de Pamplona. Algunas personas hacen cola en espera de que les firme un ejemplar. Hasta ahí, lo de costumbre. En último lugar llega un hombre. Tendrá mis años o quizá unos pocos más. Carga con dos libros míos, el de la presentación y, debajo, la novela esa sobre dos familias vascas en tiempos de vidas segadas por algunos para consumar su utopía. En el momento de escribirle una dedicatoria, me dice, bajando la voz: “Yo contribuí a esto”. Lo miro. Añade: “Fui de los especiales”. O sea, de los bereziak, exmilitantes de ETA-pm, parte de los cuales, a finales de los setenta, tras una etapa de atentados por su cuenta, ingresó en ETA militar. Ese hombre, de quien sólo conozco el nombre de pila, tiene un problema de conciencia y ha venido a confesarse. ¿Por qué a mí, que soy un simple escritor y no lo puedo absolver? Quizá no desea absolución ninguna, sino una suerte de penitencia moral en privado. Le pregunto: “¿Cómo lo llevas?” Al parecer, la pregunta vierte sal en la herida. El hombre rompe a llorar. Llora con recogimiento, como de fuera adentro, sin gemidos, y yo vislumbro en el fondo de su mirada empañada un paisaje devastado. Antes de irse, le estrecho la mano. Una mano que vete tú a saber lo que hizo en su juventud, pero yo no soy quién para negarle la humanidad a nadie. Y me salió del alma decirle: “Sólo puedo aconsejarte que, estés donde estés, practiques la bondad”. En el apuro del momento, fue lo único que se me ocurrió.

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