El libro, unidad de medida
Ese instrumento pequeño es el patrón de una magnitud de conocimiento y de capacidad. También es un triunfo que haya cambiado nuestra forma de soñar, de entretenernos y de hablar
“Sabed que el mundo es como un libro y los hombres son como las letras, y las planas escritas son como los tiempos, que cuando se acaba la una comienza la otra”. Un gran relato de aventuras escrito en el siglo XIV, el Libro del caballero Zifar, nos convertía a todos en letras de un infinito alfabeto y hacía del suelo una sucesión de páginas en renovación continua bajo nuestros pies. La voz libro (latín liber), usada en todas las lenguas romances, se hacía ya en la Edad Media vehículo para una metáfora feliz: vivir es ir pasando páginas. La creación de esta imagen era solo ...
“Sabed que el mundo es como un libro y los hombres son como las letras, y las planas escritas son como los tiempos, que cuando se acaba la una comienza la otra”. Un gran relato de aventuras escrito en el siglo XIV, el Libro del caballero Zifar, nos convertía a todos en letras de un infinito alfabeto y hacía del suelo una sucesión de páginas en renovación continua bajo nuestros pies. La voz libro (latín liber), usada en todas las lenguas romances, se hacía ya en la Edad Media vehículo para una metáfora feliz: vivir es ir pasando páginas. La creación de esta imagen era solo una muestra más del profundo arraigo que tenían los libros en la mentalidad y en la vida de una sociedad, curiosamente, muy poco alfabetizada. La palabra libro fue creciendo en nuestra lengua, incrementando la familia de formas derivadas (libresco, librario...) y dando lugar a una fabulosa fraseología nacida de su prestigio manifiesto. Aquí la reduciré a tres muestras.
Una de ellas es la de entender que los libros abiertos son símbolos de honestidad sin engaño. Escribo estas letras en Sevilla, en el barrio donde Gustavo Adolfo Bécquer quizá bosquejó la rima donde se compara la mirada comunicativa de la amada con la de un libro abierto: “Como en un libro abierto / leo de tus pupilas el fondo”, decía el poeta. Aunque estemos muy familiarizados con imágenes como esta, vale la pena considerar la trascendencia de una metáfora como la del libro abierto, porque hace a este objeto el equivalente de una cara expresiva o de una mirada elocuente. La centralidad del libro en la cultura occidental se refleja en el surgimiento de este símil, que deposita en el libro, objeto eminentemente verbal, la misma capacidad de comunicación que una mirada, que comunica no verbalmente.
Otra imagen asociada a los libros es la que asocia a ellos la capacidad lingüística y la solvencia al hablar: “Habla como un libro”, decimos de quien destaca en elocuencia. Los libros son el principal soporte material de la transmisión de contenido verbal, pero la escritura es siempre secundaria a lo hablado; de hecho, hay cientos de lenguas que no se escriben y que siguen siendo lenguas y un importante vehículo de comunicación. Pese a ello, simbolizamos el prestigio de la palabra escrita frente a la hablada en su producto más fijado: el libro.
Por último, se utilizan los libros también como escala que mide la fidelidad o la perfección de las cosas, si algo es “de libro” (“es un gol de libro”, “es un fraude de libro”) sostenemos que es un arquetipo ideal de una realidad que es imperfecta. Ser de libro es, en cambio, ser, en alguna categoría, perfecto.
El prestigio del libro como dador de cultura y conocimiento, transmisor de la memoria y patrimonio material, es manifiesto, en fin, en todas las ponderaciones que se han hecho de este fabuloso invento de la cultura desde tiempo antiguo hasta hoy. Pero mientras esto pasaba en la lengua, mientras los hablantes convertían en símbolo modélico y enorme la silueta del libro, los ejemplares iban entrando sigilosamente en las casas, se hacían parte de la privacidad pequeña de las personas, se humanizaban. La lectura silenciosa, difundida en Europa desde la Baja Edad Media, ubicó el libro en los hogares de los lectores, no solo en las bibliotecas universitarias o los coros. Las mujeres del siglo XVI guardaban oracionales, misales y salterios entre sus faldas; las del siglo XIX ya eran consumadas lectoras de novelas. Es justo en ese siglo cuando aparecen en nuestro idioma construcciones como “libro de bolsillo” o “libro de cabecera”. Por las mismas fechas, unos 20 años después de que se aprobara la ley Moyano (1857), que trataba de mejorar la educación en España, empezaba a proliferar en español el sintagma “libro de texto” como forma de nombrar al manual escolar. Las casas y los colegios se abrían al libro como objeto cotidiano.
El libro sigue siendo hoy en nuestra lengua una unidad de medida de lo prestigioso, el patrón de una magnitud de conocimiento y de capacidad. Es un gran logro que lo hayamos venerado en la lengua de esta manera. También es un triunfo que ese instrumento pequeño haya cambiado nuestra forma de soñar, de entretenernos y de hablar.
Y hoy es una semana idónea para honrar el libro, a lo grande y a lo pequeño. Porque hoy empieza esa fiesta espaciosa de lectores y escritores que es la Feria del Libro de Madrid. Y porque el pasado miércoles, la localidad sevillana de Dos Hermanas celebró el acto de fin de curso de sus dos decenas de clubes de lectura. Uno de ellos, Los Montecillos, está formado por mujeres mayores que no tuvieron libros de texto, que han aprendido a leer hace poco y que se han convertido inmediatamente en lectoras asiduas de novelas. Larga vida a ellas. Larga vida a los libros.