Pegasus: las trampas de un nombre
Nuestros teléfonos son nuestros caballos de Troya: creemos que son un regalo de libertad y solvencia y se terminan convirtiendo en el ariete que dinamita nuestra intimidad
Lo engañaron, le prometieron lo que sabían que nunca iban a poder darle, lo engolosinaron con la promesa de que tendría el poder y el bastón de mando de un territorio. Pero algo ya olía a triquiñuela, y nosotros, lectores de El Quijote que veíamos lo que le prometían a Sancho Panza, ya recelábamos. Porque le decían que sería gobernador no de una isla ni de un archipiélago:...
Lo engañaron, le prometieron lo que sabían que nunca iban a poder darle, lo engolosinaron con la promesa de que tendría el poder y el bastón de mando de un territorio. Pero algo ya olía a triquiñuela, y nosotros, lectores de El Quijote que veíamos lo que le prometían a Sancho Panza, ya recelábamos. Porque le decían que sería gobernador no de una isla ni de un archipiélago: le apalabraban una ínsula denominada Barataria. Y con ese nombre ya sospechábamos que Sancho Panza nunca gobernaría, porque ningún territorio real se llama ínsula. Ínsula es nombre de novela de caballeros y damas, pero la tierra que pisamos, real y pedregosa, tiene nombre de isla, menos aéreo y evocador. Usar un latinismo como ínsula frente al nombre vernáculo de isla, gastado por el tiempo, es una rentable vía para dotar de aire prestigioso a una mentira.
Darle nombre a algo, bautizarlo, es una actividad que procura la descripción, pero que aterriza en las letras limitadas de una palabra la evocación que algo nos provoca o que, interesadamente, queremos sugerir. Así ha ocurrido con el programa informático espía que estos días nos escandaliza. Un programa creado para el fisgoneo telefónico que vence el encriptado que suponemos protege el móvil de una ministra o un presidente se podría haber denominado con cualquier nombre técnico, con mayúsculas o con números, como los robots de las primeras películas distópicas. También podría haberse designado con esos nombres castizos de los tebeos donde Mortadelo y Filemón ejercían de agentes secretos costumbristas (pienso en el extraterrestre Aoug, el agente secreto Fantásmez o en un Espiatrón). Pero quien es tan hábil como para gestar un programa espía de esta naturaleza es igualmente hábil para escoger cómo llamarlo y eligió Pegasus, un nombre clásico que prestigia mucho.
Eso que se quiere dejar de ofertar como materia obligatoria en las escuelas, la mitología, nos enseñaba que Pegaso era el caballo alado nacido de la sangre derramada por Medusa. Y con ese nombre, resurrección del pasado grecolatino en algo tan moderno como un teléfono espiado a distancia, se bautiza una máquina de retención de la fugacidad, una herramienta tecnológica que da alas a la intimidad de una conversación hasta atesorarla en el arsenal peligroso de quien nos espía.
Nombrar para engatusar es un torneo de ingenio. El software que nos hace vulnerables a través del teléfono móvil se parece bastante al caballo de Troya, el artilugio que los aqueos utilizaron para introducirse a escondidas en la ciudad fortificada de Troya y desembarcar a escondidas saliendo del vientre del animal de madera. Nuestros teléfonos son nuestros caballos de Troya: creemos que son un regalo de libertad y solvencia y se terminan convirtiendo en el ariete que dinamita nuestra intimidad. Bautizar Pegasus a un programa espía es un taimado ejercicio de reciclaje y de apropiación. Si pensamos en lo que esa palabra tiene de recorrido histórico, es toda una desfachatez y un nombre de una pasmosa caradura.
El caballo infunde, sobre todo cuando se llama corcel o pegaso, una profunda evocación poética. Si los hispanohablantes lo nombramos así, caballo, es porque en el latín vulgar se fue postergando la palabra latina clásica: equus. Hoy la mantenemos para el femenino, yegua, y en los derivados cultos (equino o ecuestre) que derivan de la vieja denominación, pero para el animal hemos preferido el nombre de caballus, un término que el latín usaba para nombrar al animal que acarreaba el grano y que era castrado para que sirviese mejor. El latín vulgar dejó de considerar al prestigioso equus y todos los equinos se entendieron como caballus, como animales de carga. Mientras en el día a día la gente ya no pensaba en corceles sino en el animal confiado que ayudaba en el trasiego del campo, el mito de Pegaso quedaba para los frisos escultóricos, para las alusiones poéticas, para los pintores y para quienes, aprovechando lo positivo de tanta evocación, querían dar nombre a su caballo de Troya del siglo XXI.
Si uno contenía en el vientre la amenaza del guerrero, el caballo actual, el flamante impostor, convierte las tripas del celular en el jinete intimidante. Uno era el caballo preñado de una batalla griega mientras el moderno caballo alado es la amenaza invisible que ha causado una marejada política con algunas sobreactuaciones. Y los ciudadanos, otra vez recelosos, empezamos a sospechar que hay algo de engañifa en todo esto y que a veces España parece Barataria.