Nuestros muertos

Apoyada en la tradición judía, Horvilleur habla de la insignificancia y de cómo los muertos conforman nuestras vidas y cómo nosotros, al morir, conformaremos otras vidas. Esta conciencia de tránsito se opone a los paraísos en la tierra, a los proyectos fanáticos y a las naciones que sueñan con su grandeza

La rabina francesa Delphine Horvilleur, fotografiada en las dependencias de la sinagoga del distrito XV de París, donde oficia de manera habitual.Léa Crespi

Cuando murió mi hijo, me obsesioné con lo que algunos llamaban literatura de duelo. Me empaché de tristuras ajenas en busca de no sé qué milagro. Tal vez mendigaba en aquellos libros de ayes y muertes la compañía que los amigos no podían darme. Leía sin masticar, sin distinguir géneros ni calidades, hasta que no me cupo una frase más. Me quité el vicio del todo y hoy puedo abrir de cuando en cuando una de esas obras sin miedo a recaer. Todo lo que me queda de aquel atragantamiento es un olfato infalible para detectar las piezas sublimes entre la porquería, y la convicción de que no se puede en...

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Cuando murió mi hijo, me obsesioné con lo que algunos llamaban literatura de duelo. Me empaché de tristuras ajenas en busca de no sé qué milagro. Tal vez mendigaba en aquellos libros de ayes y muertes la compañía que los amigos no podían darme. Leía sin masticar, sin distinguir géneros ni calidades, hasta que no me cupo una frase más. Me quité el vicio del todo y hoy puedo abrir de cuando en cuando una de esas obras sin miedo a recaer. Todo lo que me queda de aquel atragantamiento es un olfato infalible para detectar las piezas sublimes entre la porquería, y la convicción de que no se puede entender el mundo si no se piensa en la muerte. Sobre todo, este mundo de hoy, que prefiere pensar en cualquier otra cosa.

Supe que Delphine Horvilleur había escrito un libro extraordinario antes de terminar la primera página de Vivir con nuestros muertos. La autora es la primera rabina de Francia y, como tal, ha oficiado muchísimos entierros. Entre ellos, el de Elsa Cayat, una víctima de la matanza de Charlie Hebdo, y el funeral de Estado de Simone Veil. En la ceremonia de la primera, una psicoanalista judía y atea asesinada por integristas islámicos, hizo uno de los alegatos por la laicidad más elocuentes que he leído. Llamó blasfemos a los terroristas (“¿Qué Dios grande se torna tan miserablemente menor como para necesitar que unos hombres salvaguarden su honor? Pensar que Dios se ofende porque se burlen de él, ¿no es acaso la mayor profanación que puede haber? Grande es el Dios del humor. Diminuto el que carece de él”) y dijo que la laicidad no es un vacío, sino la actitud que impide que una fe o una creencia se apoderen de todo el espacio, lo que asegura un territorio compartido.

Solo alguien que se enfrenta a la muerte y medita sobre el significado de sus ritos puede iluminar esa parte de la vida en común. Apoyada en la tradición judía, Horvilleur habla de la insignificancia y de cómo los muertos conforman nuestras vidas y cómo nosotros, al morir, conformaremos otras vidas. Esta conciencia de tránsito se opone a los paraísos en la tierra, a los proyectos fanáticos y a las naciones que sueñan con su grandeza. Dicen que los votantes de Le Pen están heridos y resentidos, pero también están huérfanos de perfección. No les sirve este mundo y ansían otro. Quizá, si asistieran a uno de los entierros que oficia Horvilleur y cantaran un kaddish con ella, se conformarían con este.

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