El territorio protector

Generalmente, se habla de desigualdad asociándola a la renta o clase social, pero ahora a esa desigualdad económica hay que unirle la territorial

Dos carteles electorales de Emmanuel Macron y Marine Le Pen se "enfrentan" también en las calles de París.Rafael Cañas (EFE)

Sospechábamos que París no es Francia, como Madrid no es España. En realidad, las grandes ciudades se parecen cada vez menos a sus respectivos países. Si alguien tiene dudas, que repase los resultados de la primera vuelta de las presidenciales francesas. El balance final es conocido y da continuidad a la recomposición del sistema de partidos iniciada hace cinco años: 27,85% Emmanuel Macron; Marine Le Pen 23,15%, y 21,95% Jean-Luc Mé...

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Sospechábamos que París no es Francia, como Madrid no es España. En realidad, las grandes ciudades se parecen cada vez menos a sus respectivos países. Si alguien tiene dudas, que repase los resultados de la primera vuelta de las presidenciales francesas. El balance final es conocido y da continuidad a la recomposición del sistema de partidos iniciada hace cinco años: 27,85% Emmanuel Macron; Marine Le Pen 23,15%, y 21,95% Jean-Luc Mélenchon. El resto, a enorme distancia. Sin embargo, si consideramos las cinco mayores ciudades, aparece un panorama absolutamente distinto. Mélenchon no baja del 29% en ninguna de ellas ―siete puntos por encima de su promedio a escala nacional― y en Lille alcanza el 40%. Le Pen, sin embargo, a excepción de Marsella donde logra el 20,89%, en las otras ciudades alcanza un máximo de 11,77% en Lille y un exiguo mínimo de 5,54% en París. Las ciudades y el resto del territorio son realidades distintas. Diferencia que podría considerarse fuente de pluralidad si no fuese porque se han abierto nuevas brechas que la convierten en problemática.

Generalmente, se habla de desigualdad asociándola a la renta o clase social, pero ahora a esa desigualdad económica hay que unirle la territorial. No me refiero a las diferencias entre departamentos ―en el caso francés― o entre comunidades autónomas ―en España―, sino a las que se abren entre formas de vida cosmopolitas, que entienden la globalización como una oportunidad de desarrollo, innovación y creatividad, frente a aquellas otras que la perciben como una amenaza.

Esto ocurre en la era de la globalización, cuando las comunicaciones permiten tener acceso a informaciones procedentes de cualquier lugar y más cerca estamos de la famosa aldea global. Lo ejemplificaron bien los chalecos amarillos en las rotondas de las áreas comerciales de las afueras de las poblaciones francesas, y aparece su huella en las protestas relacionadas con la España vacía. Como señalan ya distintas monografías sobre el caso francés, mientras las clases medias altas urbanas sofistican su educación, códigos culturales y formas de consumo, buena parte de las clases populares están insertas en un modo de vida caracterizado por la tríada “casa–coche–supermercado” y se sienten amenazadas por una globalización que les excluye del ideal de éxito. Reaccionan con ira, frustración e indignación ante las señas de identidad de las élites urbanas, de las que Macron es un perfecto ejemplo.

En este caldo de cultivo crece el nacionalpopulismo, con su discurso pretendidamente protector frente a las propuestas globalizadoras de las élites urbanas. Quienes se identifican con esa idea no dudarán en mostrar su indignación en cuanto puedan, y lo harán indistintamente por la izquierda o por la derecha. Esto explicaría que, según las proyecciones, hasta un 30% de votantes de Mélenchon estén dispuestos a apoyar a Le Pen en la segunda vuelta. El territorio ―esa cosa tangible en oposición al cosmopolitismo, a lo líquido y lo virtual del modo de vida urbano―, y no el cielo, es ahora el protector.


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